En el 2009 cuando empecé a militar activamente en el Movimiento de Regeneración Nacional, una de mis primeras tareas fue salir en brigadas a tocar casa por casa para hablar de que una esperanza era posible. Para mi sorpresa y aprendizaje tuve la suerte de salir con dos compañeros de la tercera edad, en un pequeño equipo de tres personas.
Con el tiempo y a base de una actividad cotidiana y voluntaria que absorbía casi todo mi tiempo, me di cuenta que la mayoría de mis compas ya estaban cerca o rebasaban los sesenta años. Sin embargo, esto no les impedía ser los primeros en llegar, poner toda su pasión en las actividades designadas y con gusto cooperar monetariamente a veces de su pensión para comprar material.
Con ese espíritu rebelde y corazón joven ellos participaban con amor y conciencia para contribuir al anhelado cambio de la eterna noche neoliberal que los y nos tenía indignados, enojados y a punto de explotar. Sólo contenidos por la firme instrucción de nuestro líder máximo de que se tenía que conservar la calma y construir un cambio pacífico.
Pero algo faltaba y era la presencia de los jóvenes. Me preguntaba ¿Por qué si la mayoría de ellos tenían hijos y nietos, por qué no estaban ahí con nosotros en la lucha? Hasta que empecé a preguntarles a los de más confianza, dónde estaban sus familiares o descendientes y porqué nunca participaban o les ayudaban.
Una compañera me dijo literal: “¡Uuuuuh, nooooo! yo no le puedo hablar a mi hijo del movimiento o de Andrés Manuel porque se enoja mucho. No, él no está de acuerdo ni es de izquierda. De hecho me salgo sin decirle a dónde voy”. Esto lo confesaba una compañera que fue lideresa del Sindicato de Luz y Fuerza del Centro, combativa, informada, comprometida. No pude evitar sorprenderme de que en el proceso educativo de este chico, no se le hubieran inculcado principios, valores, ideales democráticos y de justicia mínimos. Por supuesto, no fue el único caso.
Sin meterme a profundos análisis psicológicos que no son de mi conocimiento, observo que este es un fenómeno desafortunadamente muy común y tiene ejemplos famosos a lo largo de la historia. Uno de los más conocidos en México es el caso de Arnaldo Córdova y su hijo Lorenzo con su notoria diferencia política.
En ese contexto, la anécdota que más de una vez ha contado jocosamente el presidente Andrés Manuel López Obrador sobre su hijo Jesús Ernesto en La Mañanera, es, a lo menos, inquietante. Él ha narrado que en la campaña del 2018, su hijo más pequeño era tan fan de Jaime Rodríguez “El Bronco” por su propuesta de “mocharle las manos” a los ladrones, que le insistió que lo llevara al próximo debate para pedirle un autógrafo al retrógrado e ignorante personaje y así presumirlo orgullosamente entre sus amiguitos. Por supuesto que es muy respetable cómo cada padre, cada madre educa a sus hijos, pero esos valores permitidos y hasta celebrados como anécdotas curiosas a lo menos confunden las impresionables mentes infantiles. ¿Cuándo es el momento adecuado para poner límites? ¿Con qué ejemplos o conceptos se forja un adulto consciente y humanista, permitiéndole todo, mandar en todo, incluso el derecho a elegir dónde se vive aún a costa de dividir a la familia?
Y si peco de quisquillosa al interpretar estos detalles, espero se comprenda que por muchos años viví esa falta de presencia de los jóvenes en este movimiento tan poderoso de la Cuarta Transformación. Por lo que me parece fundamental ver una continuidad, congruencia y comunicación en los hogares de luchadores de izquierda, valiosos y comprometidos donde se inculquen esos mismos valores en sus descendientes. Estos tiempos de definiciones, del culto al odio de los conservadores, lo requieren y demandan, por el bien de México, la humanidad y del planeta.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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