En las clases de inglés que suelo impartir, aunque no sea el tema central, me gusta comenzar reflexionando sobre cuestiones históricas y sociales de la lengua. El idioma inglés se asocia con distintas nociones que ya tenemos implantadas como parte de una colonización mental. Una de ellas es que representa la superioridad y la hegemonía de aquellos que tuvieron la “dicha” de nacer en un lugar donde se habla como lengua materna. Algunos lo asocian con elegancia y otros tantos con modernidad. Basta con recordar que hasta hace algunos años era muy popular la expresión «¡Guau, qué modernou!», articulando la última palabra con un simulado acento inglés.
Cuando enseñaba inglés de negocios en empresas, me desplazaba desde la periferia para ir a impartir clases unipersonales a integrantes de un estrato social distinto al mío, generalmente superior, que probablemente no tuvieran el recorrido académico que yo, pero que sí estaban en el entorno indicado para tener oportunidades en empresas extranjeras con sueldos decentes. Para muestra basta recordar que yo sí sabía inglés y ellos no, pese a mi raigambre más humilde. Pues bien, resultaba patético escucharlos decir cada que iniciaba un nuevo módulo: «Profe, ahora sí presióneme más para que aprenda rápido. Es que sí se me dificulta mucho, pero ya este año quiero ponerme las pilas. En agosto vienen los jefes; vienen de Seattle, son los dueños de la empresa y quiero ver si hablándoles ahora sí en inglés les lleno el ojo y logro que me den un ascenso». Ante eso no tenía yo más que lamentarme un poco, tanto por mí, por haber encaminado mis pasos hacia un ámbito en el que realmente no me sentía a gusto; como por aquella pobre alma que reproducía el mito de que el inglés es la lengua de los managers y el español es la de quienes limpian los baños. De manera que, bajo este rasero determinista, como hispanoparlantes, simplemente ya nos fregamos.
Solo por una cuestión de cultura general, hay que decir que, el nombre del idioma, que a su vez deriva de England, se originó en el francés, cuando los conquistadores que llegaron a la región en el siglo XI, se encontraron con una población que se asemejaba a los ángeles representados en el arte sacro, por lo que nombraron Anglae Terre (Tierra de Ángeles), mientras que a sus pobladores, diversificados a partir del fin del dominio romano a inicios del siglo V. y que en realidad provenían de distintas regiones, tanto de lo que ahora son Escocia, Gales e Irlanda, como también de los Países Bajos, Dinamarca y Alemania; los llamaron anglos. De esta manera, y aunque este concepto se haya perdido en la bruma del tiempo y del devenir histórico, originalmente había una connotación religiosa en el nombre, la cual difería de las múltiples cuestiones que actualmente nos vienen a la mente cuando se nombra el idioma. Si bien se trata de un código que tiene estructuras siempre constantes, a diferencia de algunas lenguas como el español o el francés, que tienen a ser muy irregulares, en ciertos contextos llega a convertirse en una imposición.
La carga histórica y propagandística que acompaña a la lengua inglesa, hace que alrededor de ella se genere toda una mística de idealización como “el idioma universal”; aquel que, según lo pintan las escuelas de inglés, nos abre las puertas hacia el mundo. Podemos poner el ejemplo de México, donde cargamos con el estigma de nuestra vecindad con Estados Unidos. El auge del neoliberalismo llevó a la firma del famoso TLCAN, que entró en vigor en 1994, y para el cual nos preparó el PRI de Salinas durante gran parte de su sexenio con una invasiva campaña mediática que nos pretendía convencer de que entraríamos al primer mundo gracias a nuestro intercambio comercial irrestricto con Estados Unidos y Canadá. En los hechos, esto derivó en la quiebra de muchas pequeñas y medianas empresas mexicanas, y en la absorción de otras por parte de grandes multinacionales para evitar la extinción. Y pues sí, la llamada al primer mundo estaba presente en el discurso oficial, pero curiosamente pasarían más de 20 años antes de que inglés fuese una materia impartida de manera oficial en el sistema de educación pública, por lo que, en ese auge de las escuelas de inglés con ingeniosas campañas publicitarias, solo accedería a ese conocimiento quien pudiera pagarlo. Neoliberalismo, a fin de cuentas.
La irrupción de la figura de AMLO y la apertura del debate nacional sobre si realmente es necesario hablar inglés como nos lo recalcaron hasta el cansancio, se puso de actualidad cuando por primera vez viajó el presidente a Washington para encontrarse con su homólogo Joseph Biden y entablar conversaciones en las que, al no hablar uno el idioma del otro, se echó mano de intérpretes como se suele hacer comúnmente alrededor del mundo en estas situaciones. Evidentemente, Biden no creció con una presión social de aprender español para agradar a políticos o población del país vecino. No hizo como Paul McCartney, que se tomó la molestia de aprender varias frases en español para corresponder a la calidez del público mexicano en sus conciertos.
En este año 2024, Xóchitl Gálvez, ungida como fallida candidata a la presidencia por parte del bloque conservador, de forma trastabillante leyó la frase «You have to walk the talk», evidentemente escrita por parte de un tercero al final de ese texto dirigido a Joseph Biden, quien, a fin de cuentas, no se encontraba presente en ese evento de la innecesaria gira que Gálvez realizó en territorio estadounidense. La frase en cuestión, pronunciada de forma penosa en su afán de quedar bien sin realmente dominar el idioma, simplemente aludía a algo que ella misma no pudo hacer: predicar con el ejemplo. Este has sido solo otro botón de muestra para darnos cuenta de que la aspiración de lo anglosajón y la pleitesía que se le rinde desde la derecha es algo que debemos sacudirnos como nueva sociedad que estamos llamados a ser.
Más evidente es esta noción de que el idioma inglés otorga prestigio a quien lo utiliza dentro la variante del español que emplea el grupo conocido como whitexicans, los mexicanos de fenotipo caucásico que muchas veces se exhiben en redes sociales como ingenuos e ignorantes y otras tantas como prepotentes y discriminativos. Hay una muy marcada tendencia al uso de anglicismos (palabras en inglés) que evidentemente se adoptan en un afán de mostrar superioridad y más mundo que el resto de la sociedad. Así pues, en vez de bebida dicen drink, en vez de cita date, en vez de relájate chill out, en vez de funda case, en vez de austero low spec, en vez de moto bike, etc.Y cabe aclarar aquí que en muchos casos se trata de personas que no viven en una realidad de contacto interlingüístico, como sucede en la frontera, o bien con los whitexicans del norte del país, mucho más habituados a los viajes a Estados Unidos. Pero aunque la industria cultural lo pinte de forma contraria, el inglés también es hablado por personas no caucásicas, de baja instrucción y pobres, como cualquier otro idioma.
Todo parte de estereotipos que han germinado dentro del imperialismo. En los países de Latinoamérica, y sobre todo en los de habla hispana, quedó fuertemente arraigada la noción de que cualquier lengua europea distinta al español trae consigo mayor prestigio social. Esto se ve reflejado en el falso mito de pronunciar la grafía correspondiente a “v” como labiodental, lo cual sí es norma en el resto de lenguas europeas, pero no en español. Es decir; no es incorrecto pronunciar palabras como vaca, vicio o volar juntando ambos labios en el sonido inicial. Sin embargo, este mito está muy difundido entre comunicadores, políticos, profesores y otras figuras de alcance masivo que lo siguen manteniendo vigente, y no solo eso, sino corrigiendo sin verdadero sustento a quienes, paradójicamente lo pronuncian bien. Y ahí tenemos a Gabriel Quadri o Adela Micha remarcando /víktima/ y /váso/ (labiodental), cuando realmente bastaría que pronunciaran /bíktima/ y /báso/ (con ambos labios). Todo por parecer más “elegantes”. Al principio de algunos diccionarios podemos consultar el cuadro de fonemas del español, y ahí se puede constatar que el único sonido labiodental de nuestro idioma es el que corresponde a “f”.
Las lenguas europeas históricamente hegemónicas han sido por consenso general, pero a la vez arbitrariamente, clasificadas de una forma que resulta irrisoria, pues se dice popularmente que el francés es para decir poesía, el italiano para cantar, el alemán para dar órdenes y el inglés para hacer negocios. ¿Y el español es para obedecer? Por eso no puedo evitar reír sonoramente cuando alguien me pregunta qué idioma es mejor. Es una pregunta que no tiene razón de ser alguna ni pertinencia. Hacer un top sería irresponsable, irrespetuoso y soberbio. Todas las lenguas tienen la manera de decir lo que sea, sin importar su devenir histórico ni aquello a lo que nos remita su fonética. No hay lenguas bonitas ni feas, no hablamos una lengua que nos hace inferiores ante las potencias europeas ni tampoco nuestras lenguas originarias ni las de otros países son inferiores. No existe tal escala. Y si el título engañoso les hizo pensar lo contrario, entonces he aquí mi reiterativo llamado a la descolonización mental.
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