Resulta cansado que inevitablemente se acuse al neoliberalismo de ser responsable de todos los males que promovió el neoliberalismo. Es decir, hay que ser muy mala leche para pensar que cuando los gobiernos neoliberales promueven que la seguridad social deje de ser un derecho social, para convertirse en un sistema de seguridad privado, están buscando que la seguridad social deje de ser un derecho social, para convertirse en un sistema de seguridad privado.
Nada más lejano a la realidad, lo único que quieren es que la seguridad social deje de ser un derecho social, para convertirse en un sistema de seguridad privado. El que las pensiones se convirtieran en afores y que las afores se beneficien más a sí mismas de lo que benefician a los ahorradores, obreros, nada tiene que ver con el que neoliberalismo anteponga en interés y el enriquecimiento privado al interés y la seguridad social pública. La razón —cómo claman los honestos y nunca privilegiados defensores del neoliberalismo— es otra y tiene mucho más que ver con la dinámicas sociales de esa sociedad por la que los gobiernos neoliberales están profundamente preocupados y en constante búsqueda para explotar de forma que puedan sacar mayores ganancias y reducir lo que se tiene que invertir en ella.
Que, en 1997, Ernesto Zedillo propusiera reformar la Ley del Seguro Social y que las cámaras aprobaran esa reforma para transferir las funciones de administración e inversión de los fondos de pensión, de las que se encargaba el gobierno, a las afores que invierten el ahorro de los trabajadores a través de sociedades de inversión especializadas, no tuvo nada que ver con un afán privatizador. No. Lo que Don Ernesto Zedillo —santo patrono de rescate bancario— buscaba con su reforma, era salvar a las familias que, tras alejarse de los valores cristianos propios de las primeras tres cuartas partes del siglo XX, empezaron a tener cada vez menos hijos. Familias con más hijos garantizaban que hubiera más obreros activos que obreros retirados. Tener muchos hijos permitía que —cuando menos— uno de ellos pudiera mantener a sus padres después de su retiro. Se trataba de un esquema familiar, como indica Enrique Quintana con esa sabiduría rancia y reaccionaria que lo distingue. Más que las políticas de un estado de bienestar, las pensiones eran soportadas por un perfil demográfico que hoy demuestra lo falaz de esa falacia progresista que convenció a todos de que la familia pequeña vive mejor.
No fue un cambio político—económico, no fue la visión de gobierno lo que se modificó con la llegada de esos benefactores de la explotación neoliberal. Nada de eso. Si la gente no tiene pensiones hoy, y si su retiro no es con el 100% de lo que tenían de sueldo, es porque la gente no quiso tener más hijos. Fueron las familias y no el neoliberalismo quienes antepusieron lo económico a lo social. Fueron las familias quienes construyeron este destino en el que ahora se ven desamparadas, si hubieran tenido más hijos seguramente hubieran vivido más apretados, pero no enfrentarían este problema al llegar a su retiro. Lamentablemente el dinero que se ahorraron teniendo dos hijos en lugar de cinco, no los va a poder cobijar en la vejez.
Entrados en gastos
Resulta imposible que luego de trabajar toda la vida, pagar impuestos, e intentar sobrevivir, le demandemos al Estado que garantice un retiro digno para todos y cada uno de nosotros. Quienes no tenemos el privilegio de explotar a los demás para vivir con excesos y retirarse sin sacrificar esos excesos y privilegios, debemos vivir eternamente agradecidos por el que las afores no se queden con el 100% de nuestros ahorros y nos entreguen una parte de ellos para que —medianamente— tengamos forma de sobrevivir el tiempo que tardamos en morir. Exigir al gobierno y a la iniciativa privada, que jinetea nuestros ahorros a lo largo de nuestra vida laboralmente activa, una pensión como debe se,r es tan vil y mezquino como pedir que se establezcan impuestos a la riqueza.
- Carlos Bortoni es escritor. Su última novela es Historia mínima del desempleo.
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