Agoreros, catastrofistas, señoras de rosario en mano, señoras de piel blanca, playera rosa y lentes oscuros enmarcando un gesto de furia, empresarios cínicos, comediantes con ínfulas de intelectuales, intelectuales muy amigos de la cámara y de los gobernantes antiguos, trolls sin rostro en redes sociales elitistas, snobs clasistas, periodistas trajeados, influencers ignorantes, clasemedieros que insultan a través de shorts y reels, aspiracionistas que consideran a México inferior con respecto a Estados Unidos y Europa, cínicos y despolitizados trabajadores del Estado.
Son suficientes para abultar un párrafo, pero totalmente insuficientes para ganar una elección. Una vez más se comprueba que un grupúsculo con mucho dinero es capaz de invertir millones en hacer ruido mediático y tener una presencia invasiva en redes sociales, sí, pero eso no es suficiente para determinar la intención de voto del grueso de la población, sobre todo de los menos favorecidos, quienes finalmente pueden constatar que las promesas de un gobernante no son vacías, abstractas y lejanas, sino que se traducen en una mejora sustancial en su calidad de vida.
Queda muy poca gente viva que haya experimentado el gobierno de Lázaro Cárdenas, el escenario es prácticamente inédito. Y cabe señalar que, en ese momento, todo el sistema se encargó de que “no se repitiera el error”, pues el PRI se cuadró ante los designios de Washington a partir de la Segunda Guerra Mundial, y aparte, los reaccionarios enojados con las políticas de corte social fundaron el PAN en 1939 para asegurarse de hacer verdadera presión política en favor de sus causas.
Es cierto que ni Morena ni AMLO inventaron los ahora tan mencionados programas sociales. Sin embargo, hay enormes diferencias. Cuando gobernaban el PRI o el PAN, los programas sociales eran discrecionales, se entregaban de una manera desorganizada y aleatoria, toda vez que el presupuesto realmente no alcanzaba para distribuirlos entre todo el espectro poblacional que realmente lo necesitaba, de manera que su ejecución era simbólica y solo para salir en la foto. La ejecución de los programas a nivel territorial estaba a cargo de auténticos coyotes que podían vender despensas o incluso desayunos escolares por la cantidad que ellos quisieran, así como otorgárselos solo a sus conocidos. Estos coyotes eran igualmente los encomendados por esferas más altas para juntar gente en las barriadas o zonas rurales para llenar camiones de personas que asistían a mítines cuyos protagonistas y contenido les eran totalmente desconocidos y nada relevantes. Asimismo, estos programas sociales eran finitos, o bien, cambiaban de nombre para convertirse en moneda de cambio, digo, promesa de campaña del siguiente candidato.
Ahora, los programas sociales, esos que peyorativamente son llamados “dádivas” que “compran voluntades”, ayudan a que el que no comía pueda hacerlo, el que vivía una vejez decadente ahora lo haga con dignidad o el que no podía estudiar estudie. Es algo muy sencillo. Y, de hecho, para eso se crearon las instituciones y la democracia en general. El problema es que, con el aparato mediático cargado hacia las élites, se engañaba a buena parte de la población y a otra tanta se le disuadía haciéndole pensar que su opinión no cambiaría nada. Una de las muestras más genuinas de que este régimen es diferente es la prevalencia de los programas sociales sin importar el cambio de gobernante, así como su ascenso a rango constitucional, es decir; ahora los programas sociales son leyes que se deben cumplir y respetar. La totalidad de los personajes mencionados en el primer párrafo de este texto se la pasaron durante cinco años y medio despotricando en contra de los programas sociales, mientras que, irrisoriamente y por mandato del equipo de campaña de la fallida Xóchitl Gálvez, tuvieron que pasarse -de mala gana- cerca de medio año diciendo que respetaban los programas sociales y que Gálvez garantizaba que de ganar ella se mantendrían. El resultado lo conocemos todos.
La tranquilidad que impera en el ánimo colectivo, emanada de la certidumbre de haber elegido correctamente, configura un escenario igualmente inédito. Para empezar, el periodo de transición es mucho menor a los anteriores, ya que se llevaba a cabo la elección en verano, pero el ungido tomaba posesión hasta el 1 de diciembre. La transición entre Peña y AMLO estuvo marcada por la prominencia de la figura de este último, en concordancia con la cantidad abrumadora de votos que recibió, mientras que, para el caso de Peña, su figura fue teniendo cada vez menor notoriedad hasta casi diluirse. Hay que recordar que veníamos de sexenios en que las apariciones de la figura presidencial eran esporádicas y su relación con la ciudadanía era entre limitada y nula. Esto igualmente estuvo marcado por el periodo en que las personas se comenzaron a emancipar de los contenidos televisivos, por lo que desconocer a Peña era parte de reconocer el error de haber votado por una candidatura construida más que nunca en los medios y con base en elementos de marketing, más que de genuina política.
La no intromisión de un expresidente en los asuntos de gobiernos subsecuentes era un pacto no hablado que se solía cumplir a cabalidad. Sin embargo, este pacto fue pisoteado por los dos cínicos expresidentes panistas: Fox y Calderón, quienes, bajo el argumento del “amor a México” -asqueroso eslogan reaccionario, si se me permite- trataron de hacer campaña en contra de AMLO y recientemente en contra de Claudia Sheinbaum. Pero pese al empeño que parecen poner, sus alcances son solo de nicho, pues fuera de la red social X, donde se dan cita la crema y nata de las élites misantrópicas y donde son celebradas sus intervenciones; para la mayoría de los mexicanos, duermen ya el sueño de los injustos.
AMLO está allanando el camino de Claudia Sheinbaum de una manera inusitada. Sin perder protagonismo, pero también instruyendo al pueblo para no dejar sola a la futura presidenta. Muchos comentócratas avizoraban rupturas y otros tantos un maximato. Sin embargo, los acontecimientos se van dando de tal manera que todas esas aseveraciones van quedando en simples infundios motivados por el ardor. Debe ser sumamente doloroso atestiguar la caída de un régimen que les dio a ganar tanto dinero y los encumbró en el prestigio, ese que hoy arrastran o del que incluso adolecen.
Era un lugar común, generalmente en sentido negativo, el afirmar que un pueblo siempre tiene a los gobernantes que se merece. Pues ahora esa frase cobra sentido, pero esta vez de manera positiva. La población mexicana desoyó al aparato mediático, se politizó, abrazó el pensamiento comunitario, puso en perspectiva histórica los acontecimientos que vivimos actualmente y se mantiene informada y con la capacidad de exigir a sus gobernantes elegidos democráticamente que cumplan lo prometido y que no traicionen sus principios.
Confío en que este sexenio sea incluso mejor en todos los sentidos, y creo que están en la misma postura otros 35.9 millones de mexicanos. Todos nosotros, haciendo eco al eslogan de la coalición ganadora, seguiremos haciendo historia.
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