Andrés Manuel López Obrador nace en Tepetitán, un edén rodeado de agua situado en Macuspana, Tabasco. Durante su niñez camina por la mañana rumbo a la primaria que lleva el nombre de un maestro y literato famoso en esos lares: Marcos Becerra. Más tarde, se zambulle en el río y juega beisbol con sus amigos –aún lo hace y les batea 300 a muchos de sus opositores. El presidente de México debe de haber tenido una infancia muy feliz. Él también, como dice la canción que canta Ana Belén, nació en el cincuenta y tres (“Qué te puedo contar que tú no hayas vivido, / qué te puedo contar que tú no hayas soñado”).
Nadie podría decir que el tabasqueño es un hombre convencional. Ni siquiera en lo que hace a sus apodos. Jorge Zepeda Patterson los ha develado: Molido, Monaguillo, Americano, Piedra, Lesho y Comandante. Hasta en eso es grande nuestro entrañable Peje. Después de la escuela, el niño que fue nuestro obstinado presidente llega corriendo a atender la tienda de abarrotes de la familia.
Mi vida, en cambio, es la de una persona común, y mi niñez chilanga no dista mucho de la de cualquier paisano nacido a finales de los cincuenta. Estudiaba en una escuela de la colonia Doctores, y en el recreo una línea imaginaria dividía los espacios para niños y niñas. A unas cuadras, mis padres rentaban un departamento que entonces me parecía enorme. Después nos fuimos a Jardín Balbuena, donde los aviones nos pasaban rozando la cabeza. A los diez años me cambiaron a una escuela de gobierno, y si bien no íbamos al río –en mi ciudad todos están entubados–, sí jugábamos futbol porque las calles eran retornos y no había tanto carro. Yo también obtuve apodos: Bobotín y Chagas (un cuñado afectuoso y un amigo extraviado aún me llaman de esta última forma). Como miembro de una familia de clase media, para mí la política era un asunto lejano. Pero en unos cuantos años llegué al Colegio de Ciencias y Humanidades Oriente, un plantel aún en construcción en cuyos campos pastaban las vacas.
La educación secundaria la inicia nuestro presidente en Macuspana, la cabecera municipal del estado más obradorista de México, y la termina en Villahermosa, donde sus padres instalan un almacén de ropa: “Novedades Andrés”. En ese entonces conoce al poeta Carlos Pellicer. A los 19 años, la exuberante y fantasmagórica Ciudad de México (la que habrá de gobernar entre 2000 y 2005) le abre sus puertas en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, en la cual egresa y se titula con la tesis Proceso de formación del Estado nacional en México 1824-1867. “Origen es destino –dice el Fisgón–, pues para AMLO era fundamental conocer las especificidades y los problemas fundamentales del Estado que décadas después llegó a gobernar”.
“Recuerdo con cariño a mis maestras y maestros; a la maestra Guadalupe Antonio de la Cruz, y al maestro Joaquín González Paz, quien además de profesor era beisbolista” –escribe AMLO en ¡Gracias!, su libro más reciente.
Yo, en cambio, no fue sino hasta que llegué a la escuela de Balbuena, de nombre León Guzmán (qué iba a saber que se trataba de un político juarista) cuando me topé con el conocimiento. Cómo recuerdo entonces mis libros de texto.
Pero la manera de aprender en el CCH era muy distinta. Hablar en público y reseñar un libro de Nietzsche era cosa de locos para un sujeto que escuchaba a Los Ángeles Negros (con todo respeto a los músicos chilenos que aún me siguen gustando). Caray. Aprendí que no solo había que leer y copiar, sino entender, investigar y sobre todo desarrollar actitudes críticas.
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¿Qué trato de decir?
Que AMLO es uno de los nuestros. Una persona del pueblo que tuvo la virtud de pensar en los demás. Así, muy joven convivió con los chontales, conoció su pobreza y admiró su riqueza cultural. Él siempre supo que el futuro se podía y se debía modificar (“No me pesa lo vivido, / me mata la estupidez / de enterrar un fin de siglo / distinto del que soñé”, dice aquella canción).
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En Villahermosa, Andrés Manuel toma clases con Rodolfo Lara Laguna. “Para dar su clase se apoyaba en el libro El buen ciudadano, pero con frecuencia […] nos platicaba sobre otros temas relacionados con los problemas sociales y políticos de esos tiempos […]. De él recibí una buena influencia y me abrió la inquietud hacia lo social, porque había sido dirigente estudiantil; hoy sigue siendo un hombre íntegro, juarista y de izquierda”.
En 1973, en la Casa del Estudiante Tabasqueño, recibe alojamiento y comida. “En ese entonces no se rechazaba a tantos jóvenes en las universidades públicas, como sucedió después. Presentábamos examen de admisión diez y entrábamos nueve; en el periodo neoliberal o neoporfirista ingresaba uno de cada diez, con el pretexto de que no aprobaba el examen, cuando la verdad es que no había cupo por falta de presupuesto para las universidades y por el abandono de la educación pública”.
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26 de junio de 2024. López Obrador habla con orgullo de los logros obtenidos en materia educativa: “Primero, apoyarnos para mejorar la educación en las maestras y en los maestros; respetarlos, lo que no se hizo antes, que se les maltrató y se les echó la culpa de que, si no se avanzaba en lo educativo, era porque ellos no asistían a dar clases; excusas, pretextos. Cuando lo que buscaban era privatizar la educación, entonces tenían que desacreditarla”.
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La fundación del CCH, durante el rectorado de Pablo González Casanova, hace más de 50 años, tuvo como objetivo la innovación de la enseñanza universitaria y nacional, con el esquema de aprender a aprender, aprender a hacer y aprender a ser, y consideraba al alumno como un sujeto autónomo y capaz de captar el conocimiento por sí mismo.
Algo de similitud hay ahora en la creación de la Nueva Escuela Mexicana que ha impulsado el gobierno de la Cuarta Transformación, la cual sigue ocho principios: identidad con México, honestidad, respeto a la dignidad humana, cultura de la paz, responsabilidad ciudadana, participación en la transformación de la sociedad, interculturalidad y respeto por la naturaleza.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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