En el México contemporáneo, decir “clase media” es invocar una ilusión. No tanto una categoría económica precisa, sino un imaginario: el del ascenso, el esfuerzo personal, el éxito posible. En su núcleo, habita el mito meritocrático que ha servido para justificar desigualdades estructurales mientras mantiene encendida la esperanza de movilidad. Pero ¿qué tan reales son esas promesas? ¿Y a quién le sirven?
Por mucho tiempo, los grupos que se creen de la “clase media” han servido de contención ideológica para el sistema establecido. Con sus sueños de grandeza, su individualismo extremo y su férrea defensa del “mérito”, han adoptado un discurso que los lleva a despreciar a quienes tienen menos y a envidiar a los más afortunados. Tal vez sus sueldos alcancen justo para alquilar un pequeño piso en la Benito Juárez o para vivir ahogados en deudas tratando de mantener ese nivel de vida que creen merecer; al final, lo esencial es aparentar, no necesariamente tener.
La presentación de la meritocracia — “si sudas la camiseta, alcanzarás tu meta” — es la leyenda fundadora del neoliberalismo. Sin embargo, en México eso cohabita con un estado de las cosas brutal: el 90% de aquellos que surgen de los deciles más bajos no llegan a escapar de esa condición perniciosa. No es que falten talentos o que la gente no se esfuerce, sino que hay una maquinaria social para la construcción de la desigualdad. Bajo ese panorama, la “clase media” es, más que una clase arraigada, un modo inestable, quebradizo, siempre al acecho del camino a la caída.
Curiosamente, esa misma vulnerabilidad es lo que, en potencia, alimenta los discursos de odio contra los de abajo y de servilismo hacia los de arriba. Por eso vemos el clasismo del día a día, esa manía por no parecerse al “naco”, al “mantenido”, al que le dan ayudas del gobierno. Esa idea equivocada de la clase social se manifiesta en posturas políticas conservadoras: el de clase media está en contra de los programas sociales, aunque nunca ha tenido seguridad social de verdad; vota por los partidos de derecha porque se imagina que, quién sabe, algún día él también vivirá como rico.
Lo cierto es que la mayoría de esta llamada “clase media” no tiene patrimonio, vive al día, y su estabilidad depende de condiciones laborales cada vez más precarias. No son los herederos del capital, ni los dueños de los medios de producción. Son trabajadores asalariados, profesionistas con títulos que se devalúan, burócratas sobreexigidos, freelancers sin derechos laborales. Son clase trabajadora encubierta por un discurso que les promete lo que el sistema no puede cumplir.
La transformación que está atravesando o sufriendo México, ha puesto el dedo en la llaga, porque cuando se habla de redistribución, de justicia fiscal, de bienestar colectivo, lo que está presente en los interioridades de los clasemedieros es el temor a perder sus “privilegios” (o sus beneficios), sin percatarse de que esos “privilegios” son migajas. Su indignación es intensa pero está mal canalizada; no contra los monopolios que les exprimen, no contra las élites que han capturado al Estado, sino contra los pobres, contra los “ninis”, contra las personas que reciben los programas sociales.
Desmontar el mito de la meritocracia es urgente, no como gesto académico, sino como necesidad política. Solo cuando quienes se piensan como “clase media” comprendan que su destino está ligado al de las mayorías trabajadoras, será posible construir una sociedad más justa. Mientras tanto, seguirán siendo carne de cañón para las élites, votando contra sus propios intereses, defendiendo un orden que los oprime, y soñando con un ascenso que nunca llega.

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