En esta cárcel maldita
donde reina la tristeza
no se castiga el delito
se castiga la pobreza.
Roque Dalton
Miras la imagen. Es el Centro de Confinamiento del Terrorismo, ubicado en El Milagro, Tecoluca, El Salvador, donde antes se cultivaba el maíz y se asoma, majestuoso, un volcán de nombre paradójico: La Paz.
Miras la imagen. Ella es Kristin Noem, secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Rodeada de guardaespaldas, visita la cárcel con un atuendo nada adecuado. Su playera blanca y su pantalón ajustados solo revelan provocación. Ella es alta y delgada. Sus grandes pechos parecen escaparse, como los ojos de algunos condenados de esta pequeña tierra.
Miras la imagen. Todo parece un capítulo de El Juego del Calamar, la popular serie surcoreana en la que decenas de personas ambiciosas encerradas van a morir si no saben jugar. Pero esto no es una ficción: es la realidad de un pequeño país, el Pulgarcito de América, y esta es la prisión más grande: una gigante que no brinda los derechos más fundamentales. Muchos de los hombres fueron apresados ilegalmente. El delito de algunos fue haber nacido en Venezuela y querer vivir mejor. La mayoría son jóvenes y fueron atrapados y rapados. Los mayores, salvadoreños, eran unos niños cuando se les deportó de Estados Unidos, en donde se habían integrado a las bandas a las que muchos pertenecían. No todos.
“Ellos comen basura, están allí pero no hicieron nada, ellos no tienen manchas en el cuerpo”. La mujer vende comida y cuenta que tres de sus hijos fueron detenidos sin orden de aprehensión, sin juicio, sin posibilidad de defenderse, sin deberla ni merecerla.
Roque Dalton, el gran poeta salvadoreño, ya había adivinado estos momentos: “los arrimados, los mendigos, los marihuaneros, / los guanacos hijos de la gran puta, / los que apenitas pudieron regresar, / los que tuvieron un poco más de suerte, / los eternos indocumentados, / los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo, / los primeros en sacar el cuchillo, / los tristes más tristes del mundo, / mis compatriotas, / mis hermanos”.
Miras la imagen. Los condenados de la pequeña tierra ven cómo la funcionaria gringa se toma una gran selfie, se hace grabar mientras los utiliza como fondo sin importarle que ellos ya han tocado fondo. La mujer dice en inglés algo así, y algunos la comprenden: “Si vienes a Estados Unidos ilegalmente, esta es una de las consecuencias que vas a enfrentar: serás removido y procesado. Sepan que esta es una de las instalaciones que usaremos si ingresan ilegalmente a Estados Unidos”.
Los condenados de la pequeña tierra tienen entre 20 y 35 años y no ven la luz del sol, no reciben visitas y tampoco comen carne, pollo o pescado; no duermen en colchonetas ni pueden leer un libro. Todos morirán en esa cárcel y no tendrán una segunda oportunidad. Cierto, la mayoría son criminales y pertenecen a una de las tres pandillas: 18 Sureños, 18 Revolucionarios y Mara Salvatrucha-13, pero en un Estado de excepción siempre hay lugar para encerrar inocentes.
Nunca le pasó por la cabeza a Nayib Bukele, el impresentable presidente de El Salvador, atender las causas de la delincuencia en su país. Nunca pensó en abatir la pobreza ni en apoyar a sus compatriotas que viven en Estados Unidos. Ni por asomo intentó darles educación o un trabajo decente: una segunda oportunidad. El presidente millonario prefirió mantener el Estado de excepción en su país, sitiar comunidades, desaparecer personas y encarcelar a miles y miles de salvadoreños, y ahora a recibir a extranjeros para encerrarlos sin juicio previo, sin poder siquiera defenderse, en una cárcel más grande que su país.
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Pero en México, por fortuna, todo ha sido diferente.
Si bien en los sexenios de Calderón y Peña Nieto los reclusorios fueron un negocio que benefició a empresas privadas con contratos milmillonarios y en condiciones muy desfavorables para el país, desde el primer gobierno de la Cuarta transformación, Andrés Manuel López Obrador renegoció los contratos con los empresarios abusivos y, principalmente, decidió atender las causas de la violencia y el narcotráfico.
Por eso incrementó en dos millones y medio los empleos, dejando al país con una de las tasas de desempleo más bajas del mundo. Mientras que en esos sexenios anteriores los jóvenes fueron llamados ninis (ni estudian ni trabajan), en el primer sexenio de la Cuarta Transformación se invirtió en ellos cerca de 140 mil millones de pesos: 20 veces más que en los cinco sexenios anteriores juntos. Gracias a las becas y a los programas para el bienestar, se logró disminuir el abandono escolar. También se crearon programas como Jóvenes Construyendo el Futuro y las universidades Benito Juárez.
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Ahora enfrentamos días difíciles, pero tenemos a Claudia Sheinbaum, una presidenta inteligente y serena que ha sabido sortear todos los males, así haya “periodistas” preocupados porque acumula ya tres meses ¡con el 15 % de desaprobación!

Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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