La sabiduría popular, que solo es sabia cuando sirve a los intereses de la clase alta, reza que, si no se puede con el enemigo, hay que unirse a él. En ese sentido, la siempre clarividente oposición opositora al populismo, que no se ha cansado –desde mucho antes de que Andrés Manuel López Obrador llegara a la presidencia– de advertirnos sobre lo peligroso que es anteponer el interés de la mayoría al interés de unos cuantos que saben mejor que la mayoría lo que a la mayoría le interesa, ha decidido abrazar el populismo para combatir el populismo, combatir fuego con fuego. No se confundan. No.
Los patriarcas neoliberales, defensores de privatizar el derecho a privatizar, adalides de preservar el sacrosanto interés de quienes se interesan en explotar, para beneficio propio, lo ajeno, no están pensando en un populismo populista que busque transformar o cuando menos legislar a favor de los intereses de quienes viven pagando intereses. No. No. No. Nuestros próceres del dejar hacer, dejar pasar, tienen en mente un populismo al servicio de las clases privilegiadas como camino para la reconciliación nacional, es decir: como penitencia que se impondrá a la mayoría para pagar por el terror emocional en el que desde 2018 se ha hecho vivir a la minoría. Un populismo porfiriano donde se entrega el poder a alguien de origen humilde, indígena, a cambio de que se ponga talco en la cara para verse un poco blanco y obedezca ciegamente los mandatos del mercado y de quienes se benefician de su mano invisible. Un populismo whitexicanizado, validado por esa izquierda buena onda y certificado por la derecha de siempre. Un populismo que vista Pineda Covalin.
Desde luego que dicho populismo whitexican –el mercado electoral tendrá que entenderlo– deberá ser populista en la forma, aspiracionista en sus aspiraciones, y clasista en el fondo. Por eso es Xóchitl Gálvez la abanderada, porque nadie como ella, por lo menos no entre los opositores que se distinguen por tener pura gente de bien en sus filas, guarda las formas populistas; procedencia humilde, ascendencia otomí, nombre indígena, lenguaje florido, y un anecdotario que evidencía su código postal, vendió gelatinas de niña para contribuir a la economía familiar, le hizo la parada al Metro de la Ciudad de México la primera vez que lo vio, etc. Incluso nominalmente es sencillo contrastar su origen humilde con el de Sheinbaum o Ebrard, cuyos apellidos los alejan del México mágico ¿Qué mejor para seducir a las masas acríticas que una mujer con rasgos indígenas de nombre Xóchitl? ¿Qué más necesita el elector en un candidato para votar a su favor? ¿A quién le importan las propuestas, programas, agendas, cuando la candidata vendió gelatinas?
Pero las virtudes de Xóchitl no terminan ahí, Xóchitl no solo cumple con las formas populistas, también representa el echaleganismo más intenso, y su biografía es la muestra –así se trate de un garbanzo de a libra– de que querer es poder. Si Xóchitl tuviera un origen humilde y nada más, no sería suficiente, por eso es importante esa historia, que se acerca tanto al mito, de la mujer que habiendo nacido en una comunidad donde las mujeres no estudian, logró recibirse en la UNAM como ingeniera en computación, ser experta en robótica e inteligencia artificial y fundar su propia empresa. En pocas palabras, el imaginario populista hace un crossover con el echaleganismo y arroja a una mujer que siendo capaz de salir de la pobreza –con todo en contra– será capaz de sacar a los mexicanos de la pobreza –no dudo que esto les suene a algunos como mesianismo tropical, a esas personas les pido que respeten los derechos de autor de Enrique Krauze y compañía y no recurran a terminología patentada.
Por si esto fuera poco, en el caso de Xóchitl dos más dos no suman cuatro. No. Suman mucho más. Carcasa populista, más echaleganismo aspiracionista puro no son las únicas herramientas de la abanderada del populismo whitexican. A ello hay que añadir el clasismo de fondo, ese clasismo propio de quienes enriqueciéndose gracias a las condiciones marginales que reinan entre la clase obrera, utilizan parte de la plusvalía para impulsar proyectos filantrópicos –si la filantropía es deducible de impuestos o no, importa poco– entre la población. Lo importante no es el que se repartan migajas entre la gente, sino que hacerlo permite mantener el orden social intacto, recordándole a los de abajo que su lugar es abajo, recibiendo migajas de los de arriba, migajas que no transformarán su realidad social. Ese mismo clasismo filantrópico, que es la piedra angular del populismo whitexican, es el que permitió a Xóchitl, noblemente, rociar a las policías con desinfectante durante la pandemia.
Entrados en gastos
Los Xochilovers, ese grupo de ciudadanos buena onda responsables de hacer que las puertas de Palacio Nacional dejen de estar cerradas, de tal forma que al abrirlas permitan la entrada de la ciudadanía al recinto y al mismo tiempo la salida de la ciudadanía del proceso de construcción de su propio destino, habrán de ser los reconstructores de la nación que, enarbolando un proyecto demagógicamente incluyente, abierto y donde todos quepan, garanticen el regreso de un orden que perdió el paso en 2018, cuando la gente –equivocada– salió a las calles a votar y generar una narrativa distinta en el quehacer político nacional, los Xochilovers son los responsables de asegurar que ni en sus peores pesadillas, la clase privilegiada deje de ser privilegiada, ni la aspiracionista de pagar a meses sin intereses los excesos que les permiten convencerse de que son clase media.
- Carlos Bortoni es escritor. Su última novela es Dar las gracias no es suficiente.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
Comentarios