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Quizá la evaluación definitiva del gobierno de un presidente de la República sea el proceso electoral por medio del cual se define a quien lo sucederá. Teniendo esto en mente, digo que solemos olvidar que no sólo Enrique Peña Nieto, presidente emanado del PRI, perdió la elección presidencial que siguió a su mandato —es un decir—: en estricto sentido lo mismo había pasado invariablemente desde Ernesto Zedillo. Zedillo, también priísta, perdió las elecciones que siguieron a su período de gobierno: por lo menos a nivel formal, perdió el PRI y ganó el PAN con Fox Quezada. En su momento, se entendió aquello como una alternancia democrática. Después de Fox ocupó la Presidencia Calderón, también surgido de las filas del PAN, pero gracias a un fraude electoral, así que, en estricto sentido, en 2006 Vicente Fox también perdió para su partido el proceso electoral posterior a su gestión —también es un decir—. Enseguida, luego del desastroso sexenio de Calderón Hinojosa, el PAN perdió el Poder Ejecutivo Federal y ocurrió lo que parecía imposible, que un candidato del PRI regresara a Palacio Nacional. En 2018, AMLO arrasó en las elecciones, en buena medida porque logró evidenciar que el candidato del PAN y del PRI —quien había despachado, por cierto, como secretario de Hacienda tanto de Calderón como de Peña—, en realidad eran lo mismo: el PRIAN. Así que en 2024 se rompió una constante que venía sucediendo en México a lo largo de todo el siglo XXI: al término del primer gobierno de la 4T, el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, pudo entregar la banda presidencial a la candidata del mismo partido que lo llevó al poder, la doctora Sheinbaum.
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Con Miguel de la Madrid Hurtado comenzaron los gobiernos neoliberales, y lo que siguió durante los siguientes cinco sexenios fue pan con lo mismo: ya fueran del PRI o del PAN, se acumularon seis gobiernos neoliberales. Eso cambió radicalmente en 2018. Contra 30 años de neoliberalismo rapaz, llevamos seis años de humanismo mexicano, una proporción de 5 a 1.
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Luis Echeverría, quien era el secretario de Gobernación del presidente Gustavo Díaz Ordaz, fue beneficiado por el dedazo. Desde que asumió la candidatura del tricolor comenzó a distanciarse de su exjefe poblano. Dizque Echeverría disputó la Presidencia contra el panista Efraín González Morfín —hijo, por cierto, del primer candidato panista a la Presidencia, Efraín González Luna, quien había perdido contra Adolfo Ruíz Cortines en 1952—. El siguiente dedazo recayó en José Guillermo Abel López Portillo y Pacheco, quien se desempeñaba como secretario de Hacienda de Luis Echeverría. En aquella ocasión, nadie se prestó al espectáculo y a las elecciones solamente se presentó un candidato, él, el candidato del PRI. Instalado en Los Pinos, las diferencias con Echeverría se acentuaron: metió en la cárcel a varios excompañeros suyos del gabinete anterior y sacó al expresidente del país, primero lo mandó a Estados Unidos y luego a Australia. Seis años después, López Portillo escogería para que lo sucediera a su secretario de Programación y Presupuesto, Miguel de la Madrid. El colimense, desde la campaña, se distanció de su histriónico benefactor. En su toma de posesión resumió el panorama nacional: “Vivimos una situación de emergencia… La situación es intolerable”. Desde el poder público se incentivó la narrativa de que el culpable de todo había sido El Perro, Jolopo… Aquello de la “renovación moral de la sociedad” no era más que una condena a la inmoralidad del gobierno de López Portillo, del cual De la Madrid había sido integrante fundamental. Continuaría una excepción a la regla: en realidad no se apreció una ruptura entre Miguel de la Madrid y el siguiente presidente priísta, Salinas de Gortari, tal vez porque lo que se percibía y se decía era real: que desde mucho antes de ascender a la Presidencia el economista ya se había adueñado del gobierno. En 1994, el rompimiento entre Salinas y su accidental sucesor tuvo visos que llegaron a la tragicomedia, con todo y una huelga de hambre de 36 horas. El siguiente episodio correspondió a la que supuestamente fue la primera alternancia democrática en México: Fox echó víboras y tepocatas contra el PRI durante la campaña, pero después no hubo rompimiento alguno. Calderón criticaría un poco más a Fox que Fox a Zedillo. Llegaría el 2012 y otra vez presenciamos una supuesta alternancia: regresó el PRI con Peña y el señor, igual, no tuvo que distanciarse de Calderón, ni siquiera tuvo que atacar a la candidata del PAN. En 2018, Andrés Manuel se convirtió en el primer presidente de izquierda electo democráticamente en México, después no de una campaña electoral sino de años y años de resistencia y lucha, y sobre todo de un colosal trabajo de concientización encaminado a hacer ver a la ciudadanía que los tricolores son muy azules y los azules muy tricoles, neoliberales. Hoy es una obviedad, pero recordamos que cuando se comenzó a hablar del PRIAN desde ambos partidos y sobre todo desde sus gobiernos se negaba que eso existiera.
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Es obvio, pero al parecer más vale repetirlo: entre la actual presidenta de la República y el anterior primer mandatario no hay rompimiento alguno; antes bien, existe continuidad, la continuidad del humanismo mexicano. Desde al menos medio siglo el país no había transitado por un cambio de gobierno tan afortunado. Podemos estar contentos.
- @gcastroibarra
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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