Es tanta la ignorancia de quienes ignoran que vivir dentro de un sistema infodémico demanda colaborar activamente y aplaudir irreflexivamente lo que sea que se nos presente como noticia de último minuto, que, tras la fentanilica nota del New York Times sobre los laboratorios de fentanilo del Cártel de Sinaloa, algunos se burlan y hacen memes diciendo que preparar fentanilo es más sencillo que preparar unas enchiladas. No dudo que haya quienes, escuchando este tipo de comentarios, celebren el ingenio mexicano. Lamentablemente, lo que se pierde con la burla del incuestionablemente burdo trabajo de Natalie Kitroeff, Paulina Villegas y Meridith Kohut —dos periodistas de The New York Times y una fotógrafa— es la posibilidad de apreciarlo como una obra de ficción, una secuela impecablemente sosa de la abundante abundancia de obras que nos dejaron García Márquez, Isabel Allende y compañía, de realismo mágico chafa —piensen en El amor en los tiempos del colera— que logró sintetizar la cosmovisión latinoamericana en una serie de lugares comunes de fácil digestión que tanto cautivó al lector no latinoamericano y a cierto sector de los lectores latinoamericanos. Una secuela que bien podría darle un giro a la narco narrativa y reavivar sus ventas desde la perspectiva del narco realismo mágico.
La influencia de lo peor de lo peor del realismo mágico, la narco literatura y su adaptación a series y películas de Netflix se hace patente desde las primeras líneas del falso reportaje, que no por ser falso deja de ser verdadero, perder valor y reflejar la terrible realidad que quiere que imaginemos el status quo y sus esbirros comentócratas: el cocinero del laboratorio vierte “un polvo blanco en una olla llena de líquido.
Empezó a mezclarlo con una batidora de inmersión y de la olla surgieron vapores que inundaron la diminuta cocina.” El lector acaba de empezar a leer el texto, del mismo modo que las periodistas acaban de acabar “de ingresar al laboratorio de fentanilo” y ya estamos inmersos en una atmosfera mágico-nebulosa que lo envuelve todo con su misterioso misterio. A partir de ese momento, la realidad no dejara de confundirse con la fantasía y lo pintoresco kitsch del día a día latinoamericano que tanto gusta al consumidor gringo y al aspiracionismo mexicano, sobre todo, si lo puede ver de lejos. El cocinero “solo llevaba un cubrebocas quirúrgico”, porque el narcotraficante y todo su ecosistema es una suerte de supra humano que ha desarrollado “tolerancia a la droga letal”, los vapores más tóxicos le hacen lo que el viento a Juárez, incluso si sólo hay “una pequeña ventana y un pequeño extractor de plástico para ventilar”. La prisa para restablecer la producción luego de que el ejercito desmantelara el laboratorio anterior, no da tiempo para niñerías como la de usar mascaras de gas para protegerse de la exposición tóxica a los químicos.
Las periodistas narradoras no pierden oportunidad para establecer la atmosfera y satisfacer el morbo de quienes leemos para llenarnos de miedo y confirmar que el diablo sigue existiendo, pero se esconde en las cocinas del centro de Culiacán: “Todo el interior estaba oscuro, excepto por una habitación al fondo, que se encendió con llamas al rojo vivo apenas llegamos.” Los detalles son importantes para que no queden cabos sueltos y el lector se sienta dentro del laboratorio y —al mismo tiempo— como en casa, en la “encimera hay una variedad de botellas de cerveza Corona a medio tomar y contenedores de metal con químicos”. Y, por último, en medio del caos que implica una cocina improvisada para preparar fentanilo, ¿quién no ha vivido ese caos?, en la “pared cercana colgaba una impresión de La última cena, de Leonardo da Vinci”, podrán pensar lo que quieran, pero el significado de tener una reproducción de una obra maestra como La última cena, no tiene precio, al menos narrativamente. Nuestro Señor Jesucristo también estaba en esa cocina, protegiéndolos a todos, cocineros, periodistas, halcones y militares; pero —sobre todo— esperando que los cocineros terminaran de hacer su trabajo.
Mención aparte merece ese guiño que la historia hace con el spaghetti western, cuando después de la explosión inicial, el fuego y el humo blanco que lo cubrió todo, el ayudante del cocinero principal tiene que salir corriendo de la cocina porque los humos que impregnaron el aire “le pegaron”. Para, minutos después, vuelve con un cigarrillo en mano, pasarle la acetona al cocinero, y seguir trabajando. El crimen no descansa, y lo hace al estilo de Clint Eastwood o Danny Trejo.
Pero no todo es magia y detalles pintorescos, Natalie Kitroeff, Paulina Villegas y Meridith Kohut tienen claro su oficio, hay que aterrizar la magia en la realidad y salpicarla con un poco de violencia, así sea violencia potencial. Estar en una cocina / laboratorio de fentanilo en el centro de Culiacán no es sencillo, los cocineros aclaran que “al hablar con periodistas se arriesgaban a represalias mortales”, pero de cualquier forma hablaron y se dejaron fotografiar y grabar con el rostro cubierto, aunque dejando ver lo suficiente como para que los puedan reconocer. También estaba el riesgo de que llegara el ejercito y reventara el laboratorio, en ese caso, las instrucciones eran claras: “ustedes se pueden quedar, nomás se tiran al piso […] Nosotros nos tenemos que pelar corriendo”. Lamentablemente, nuestras narradoras nunca nos llevan al clímax del arco narrativo y el ejercito no se hace presente, solo nos enteramos, al final del texto, que alguien aparece en la puerta y le hace señas al cocinero, “con un ademán de cortar el cuello, para que clausurara la cocina.” Una patrulla del ejército estaba cerca de la cocina. El cocinero principal apaga la estufa y salen corriendo, las periodistas, con un poco más de calma y menos experiencia, se quitan el traje protector, toman sus teléfonos, y también salen corriendo. La última escena del relato sacrifica un poco del realismo mágico en aras de un final abierto al mejor y más barato estilo de Hollywood.
Entrados en gastos
A pesar de lo expuesto, no faltará quien se niegue a abrazar el relato del falso reportaje e insista en insistir en que hacer fentanilo no son enchiladas. Ahí, y sin duda alguna, considerando a estos escépticos del noble oficio infodémico, es donde las periodistas demuestran su profesionalidad, siendo sumamente cuidadosas y aclarando cada que les es posible que son los cocineros quienes dicen que el montón de polvo blanco era fentanilo terminado, que fue el cocinero principal quien les dijo que las láminas de cristal que formaban una pequeña montaña en una bandeja, eran hidróxido de sodio, ingrediente del fentanilo, y que cocinando fentanilo se han podido comprar coches deportivos, casas y ranchos; además de un helicóptero y un avión pequeño para el equipo de trabajo. Nada de esto es desmentido, pero tampoco confirmado, por las periodistas investigadoras del falso reportaje, no hace falta. El daño está hecho, el virus infodémico se ha propagado en tono de narco realismo mágico.
- Carlos Bortoni es escritor. Su última novela es Historia mínima del desempleo. @_bortoni
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