«El amor no es una marcha victoriosa; es un frío y roto aleluya…»
Leonard Cohen, Hallelujah
Era la noche del 6 de mayo de 1990 y habíamos cruzado la frontera de Neza con Iztapalapa, cuando aún estaban en construcción los puentes vehiculares que ahora cruzan la avenida Ignacio Zaragoza y no existía la línea A del metro. De los 5 hijos que tenían, mis padres me eligieron a mí, el más pequeño, cuya inasistencia al kínder era menos perjudicial que la eventual de los otros a la secundaria o nivel medio. Los tres, en esa noche de domingo que recuerdo a fragmentos, nos dirigimos al Valle de Chalco, ese municipio semi rural que me era sumamente atractivo por la presencia de anfibios en las calles. Ahí vivía mi tía Cuca, hermana de mi papá; adoctrinada irremisiblemente por la tradición familiar del férreo catolicismo (sobre todo de su lado materno) y los medios hegemónicos, pues hasta la fecha sostiene que Carlos Salinas ha sido el mejor presidente de México.
Bajando del transporte que nos llevó a las orillas del municipio, caminamos a la casa de mi tía entre calles sin pavimentar, mal iluminadas y levemente encharcadas. Tuve la fortuna de encontrar un sapo de unos 8cm que llevé en mis manos hasta llegar a la casa de mi tía, quien nos acogió para la jornada del día siguiente, en que mis padres y ella acudirían a presenciar la misa que daría el Papa Juan Pablo II justamente en esa región olvidada de la mano de Dios, obviamente por mediación de Carlos Salinas de Gortari, que encontró en la religión y las pantallas de Televisa la combinación perfecta no solo para legitimarse, sino para sembrar en el grueso de la población esa idea con la que mi tía probablemente cargará por el resto de sus días.
A la mañana siguiente, desperté sin mis padres y solo acompañado de mis primos, Salvador y Juana (que en Facebook se autonombra Jana), quienes me llevaron caminando al sitio de donde se había celebrado la misa. Ya no había tanta gente. Despegaba un helicóptero desde el cual, según mis primos, el Papa se retiraba dándonos la última bendición. Durante semanas presumí eso en la escuela. Ahora me parecen visiones infantiles de las que no tengo certeza, pero sí buen recuerdo. En Xico, la zona del Valle de Chalco cercana a un asentamiento prehispánico regularmente ignorado, ahora se alza una catedral en memoria del acontecimiento; en memoria de un México muy distinto y que no volverá.
Los viajes del polaco Karol Józef Wojtyła,que en su pontificado eligió el nombre de Juan Pablo II, fueron especialmente frecuentes a nuestro país, debido en parte a su buena relación con los presidentes priistas, adoradores a su vez de los verdaderos amigos del pontífice, como Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Wojtyła, consecuentemente, tenía una relación muy distante con los líderes de izquierda. En México y el resto de Latinoamérica siempre se negó a entablar conversaciones con los ideólogos de la llamada teología de la liberación, pues los descalificaba a priori como “marxistas”, con la connotación negativa que este término tiene para los sectores más conservadores de la iglesia. Por ello, y en contraste con la devoción de mis padres, a las voces más progresistas de mi familia, no les merecía más que comentarios de sorna y el mote de “un político más”.
Vaya si Televisa explotó hasta la saciedad a la figura papal en el periodo más álgido del neoliberalismo. A la muerte de juan Pablo II en 2005, el alemán Joseph Aloisius Ratzinger fue ungido como Benedicto XVI, ultraconservador, al grado de ser apodado “el rottweiler de Dios”. Visitó México cuando aún era presidente Felipe Calderón, en marzo de 2012, sin demasiada publicidad y sin acudir a la Ciudad de México. Ratzinger, en un hecho poco usual, se retiró del cargo vitalicio por cuestiones de salud en 2013. De ahí, con un Papa predecesor aún vivo y con el cargo de emérito, el Colegio Cardenalicio inició el respectivo cónclave, del cual resultó elegido Jorge Mario Bergoglio, argentino que eligió el nombre de Francisco en alusión a la pobreza como alto valor. Inició su mandato inclinando la cabeza ante la multitud para que se orara por él y admitiéndose pecador.
Bergoglio era ya conocido como cercano a las minorías, como la comunidad LGBT, los pobres, los oprimidos y demás grupos que a los miembros más tradicionales de la iglesia les sacaban poco menos que ronchas. Al ser ungido como papa, algunos asuntos del pasado se fueron asentando de manera más clara, como su distanciamiento con el Kirchnerismo y la acusación de no haber alzado la voz contra la junta militar que mantuvo una dictadura en argentina de 1976 a 1983. Sin embargo, la serie de actos, encíclicas y reflexiones de carácter público en que hacía reivindicaciones de corte social, ya dentro del papado, construyeron la imagen con la que Francisco pasaría a la posteridad, al grado de que, en 2024, durante la campaña presidencial, el estrambótico Javier Milei lo llamara «el representante del maligno en la tierra», en furibundo arrebato que justificaba con el apego del Papa al comunismo, según sus propias palabras. Más tarde, Milei asumió la presidencia, se disculpó, lo visitó y a la postre asistiría de nuevo a roma para las honras fúnebres del pontífice.
Solo en una ocasión, en febrero de 2016, Francisco visitó el territorio mexicano. Sin embargo, el contraste con las visitas de Juan Pablo II fue muy grande. En primera, y ya que nunca contó con la simpatía de las cúpulas de ultraderecha, la convocatoria dentro de la propia iglesia fue bastante discreta. Debido a que ya se notaba un desgaste en la relación del gran público con esos medios que encubrieron a Calderón e impusieron a Peña, no hubo la cobertura invasiva que se dio en las décadas pasadas, por lo que hubo quienes ni siquiera se enteraron de que había venido un Papa. Tampoco se compusieron canciones con videoclips difundidos a toda hora en honor al pontífice ni se convocó a la feligresía/audiencia televisiva a subir a las azoteas con espejitos para lanzar el reflejo al avión de Francisco en piadoso gesto de despedida.
AMLO coincidió durante todo su sexenio con el pontificado de Francisco. El añorado tabasqueño no es católico, sino evangélico. Sin embargo, en varias ediciones de su célebre conferencia mañanera citó al Papa y lo llenó de loas. Decía respetarlo como un hombre sabio con quien coincidía en muchas ideas, pero, sobre todo, en dos principales: la primera era el repudio a la hipocresía de los conservadores, y la segunda, la fidelidad a la máxima de «por el bien de todos, primero los pobres». Pese a la simpatía que le profería, López Obrador jamás cayó en la tentación de congraciarse con la población mexicana, en pleno proceso de politización, intentando traer a Francisco, en gesto que hubiera sido más propio del populismo del régimen pasado. Me aventuro a pensar que consideró más valioso hacerse eco de las ideas del ahora fallecido pensador argentino que solo explotar su imagen de forma vacía.
La relación con Francisco para los mexicanos fue a la distancia física, pero de cercanía ideológica como nunca había sucedido. Sin que una televisora nos lo vendiera de forma absurda como “el rostro de la bondad”, solo apelando al fanatismo, como un pueblo que ha dado un enorme salto evolutivo en lo que a politización se refiere; supimos apreciar el mensaje conciliador y revolucionario de una de esas figuras que surgen cada vez más esporádicamente en el escenario mundial, y más aún si tomamos en cuenta que la ultraderecha se vuelve mediática, enseña por fin su rostro y pretende venderse como una postura congruente y bondadosa. En México tenemos mucho que agradecer por la labor de Francisco. Desde esta trinchera de la izquierda, vaya mi respeto a este compañero revolucionario. Que viva por siempre su legado.
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