Hasta hace unos cuantos años, en este país la política, que era lo mismo que la polaca, era una ocupación que se hallaba en las antípodas de cualquier actividad virtuosa. El axioma ideológico de cualquier político mínimamente experimentado cabía en seis palabras: el que no transa no avanza. Hacer política no era en lo absoluto impulsar acuerdos en favor del bien común, era grillar en beneficio personal. Hasta hace muy poco, en México, para la enorme mayoría de la gente referirse a alguien como “un político” era prácticamente una expresión peyorativa.
Político y ratero eran casi casi sinónimos. Un político era un señor —las mujeres dedicadas a la política escaseaban y muchas de las pocas de las que le entraban presumían fama de machas— especialmente habilidoso para los enjuagues y el agandalle, lambiscón con los de arriba y aprovechado con los de abajo, inescrupuloso e improductivo, deshonesto, rollero y mentiroso. Así como confiar en un político era cosa de locos, el gobierno no pasaba de ser un mal necesario. A lo largo de toda la segunda mitad del siglo pasado, el XX, político y priísta eran vocablos equivalentes. Con todo el olmo podrido, apareció supuestamente una perita en dulce: con la promesa de “sacar al PRI de Los Pinos”, echando pestes de los políticos, llegó un político panista a la Presidencia de la República.
En 2009, a medio sexenio del espuriato, el segundo gobierno dizque panista, yo narraba: Así como la más perversa de las mentiras del diablo es hacernos creer que no existe, la más trampera de las chapuzas del priísmo histórico ha sido promover la ilusión colectiva de que su forma de hacer política, la grilla, fue democráticamente sepultada el siglo pasado. Quesque desde el 2000 entramos francotes a la “normalidad democrática”, según el eufemismo acuñado por Zedillo. Quesque el país de los polacos mexicas quedó atrás. Si en enero de 1994 los neozapatistas boicotearon desde algún lugar de los Altos de Chiapas la flamante entrada de México al Primer Mundo, llegamos al siglo XXI con la creencia voceada por una lengua viperina y trepada en botas de charol de que, nomás sacando al PRI de Los Pinos, todos los males nacionales, empezando por los políticos, serían superados. Claro, no fue así, al contrario, a la corrupción sistemática se sumó la banalización y la crueldad, y el priísmo encapullado en una urna electoral salió disfrazado de la mariposa de la alternancia, un bicho exótico y prometedor al que en un santiamén se le cayeron las alitas de utilería para resultar una tepocata más fea y perniciosa: el prianismo neoliberal.
Para el priísmo histórico y para el prianismo contemporáneo, “la política es la actuación pública de pasiones privadas”, como atinadísima y cínicamente define María del Rosario Galván, personaje de La silla del águila, la novela que Carlos Fuentes publicó en 2003. Por cierto, ese era el título del libro que, siendo candidato del PRI, en la FIL de 2011 Peña Nieto jamás pudo recordar —bueno, ni de ese ni de ningún otro—. Al año siguiente, sorpresivamente, murió el vital novelista (15/V) y el mortecino PRI regresó a Los Pinos (1/XII), solamente para retomar con más enjundia que nunca sus antañonas mañas, muy especialmente la práctica sistemática de la corrupción. Peña — “un hombre de muy escasos recursos intelectuales y políticos”, Fuentes dixit— resultó tan proclive a regarla como a ser cachado en la maroma, así que desde mediados de su sexenio se convirtió en “el payaso de las cachetadas” —AMLO dixit—, incluso para los poderes fácticos que lo llevaron al poder.
Sin margen de movimiento, sin recursos políticos ni intelectuales, sin vergüenza, no encontró mejor defensa que declarar (IX/2016) que nadie podía acusar a nadie de corrupto porque todos éramos iguales: “Porque este tema…, la corrupción, lo está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos. No hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra, todos están, han sido parte…” Es decir, que todos, usted, y también toda su familia, sus vecinos, sus compañeros de trabajo, el poli de la esquina y de ahí para arriba, los altos mandos castrenses y de ahí para abajo, las maestras de sus hijos, todos sus clientes y proveedores, su médico, el tendero, los asalariados y los acaudalados, su pareja, el más sabio de sus mentores, la señora más viejita de su casa y los niños…, todos, todas somos una bola de corruptos. El primer mandatario igualó priístas a mexicanos, y dijo que todos éramos como esos políticos.
Afortunadamente un lenguaje no es una cosa, un lenguaje es un proceso. Un lenguaje es vulnerable a los actos comunicativos de todas y cada una de las personas que lo hablan: unos más, otros menos, todos incidimos en la constante remodelación del sentido de las palabras. Andrés Manuel López Obrador, incluso desde mucho antes de diciembre de 2018, ha incidido contundentemente en la redefinición de nuestro lenguaje, particularmente del lenguaje que usamos para tratar los asuntos públicos. Su esfuerzo por reestablecer el contenido semántico de la palabra política ha sido notorio.
La política, ha insistido, no es un algo malo, sino algo bueno, un “noble oficio”. Por ejemplo, a finales de 2021 sostuvo: “Ya no es el tiempo de antes, de que para hacer política se tenía que quedar bien con los de arriba, andar ahí con los mayores y aprendiendo, y ni siquiera cosas buenas, sino mañas. Hay que tener los pies en la tierra siempre y hablar con la gente, y ser muy respetuosos con la gente y tenerle amor al pueblo. El que no le tiene amor al pueblo que no se dedique a la política…”
Nuestro lenguaje es el instrumento principal con el que contamos para ponernos de acuerdo. Al mismo tiempo, el lenguaje es la expresión más fiel de lo que somos: redefinir lo que entendemos por política, lo que entendemos por político, es en última instancia redefinir nuestra sociedad, redefinir el acuerdo por el cual nos agrupamos. El legado del Peje es ya invaluable: simple y llanamente revitalizó nuestra viabilidad simbólica como organización socio-política.
@gcastroibarra
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