La patógena incredulidad

Opinión de Germán Castro

Machacona, monotemática y predecible, como cualquier persona que sufre una obsesión, Denise Dresser tuiteó el lunes: “¿Usted le cree a López Obrador? Yo no”. La declaración iba acompañada de un video de poco menos de un minuto y medio de duración, un extracto de la mañanera en el cual el presidente, en respuesta a una reportera, desmiente la volada de que la captura del señor Rafael Caro Quintero había ocurrido gracias a la intervención del gobierno de Estados Unidos, particularmente de la DEA. A botepronto, respondí al cuestionamiento que lanzó la señora Dresser: “Usted no, sistemáticamente. Y así se ha equivocado, doctora, sistemáticamente.”

Por supuesto, Denise Dresser, como cualquiera, tiene todo el derecho del mundo de creer en lo que le venga en gana, y consecuentemente también tiene todo el derecho del mundo de no creer en lo que le venga en gana. En el modelo de civilización en el que vivimos ese derecho se considera fundamental e irrenunciable. La Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por la ONU señala desde su Preámbulo, que los seres humanos deben disfrutar “de la libertad de creencias”, y luego lo prescribe detalladamente en su artículo 18. No sólo, además el documento establece que dicha libertad, junto con otros muchos derechos universales, tiene que ser protegida por un régimen de Derecho. 

Así ocurre en México, en donde esa libertad está amparada explícitamente; el artículo 24 constitucional así lo establece: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado”. Así que, en efecto, tal y como la mayoría de la gente en este país —89% de la población de 3 años y más, de acuerdo con los resultados censales de 2020— tiene derecho a creer que hace 2022 años nació en medio oriente el hijo de Dios que al mismo tiempo es una de las tres personas de Dios, la académica del ITAM tiene todo derecho de no creerle ni media palabra a Andrés Manuel López Obrador. 

En este caso, no importa que las autoridades norteamericanas ya hubieran confirmado lo expresado por el presidente —el embajador Ken Salazar declaró “la aprehensión del narcotraficante Rafael Caro Quintero fue realizada exclusivamente por el gobierno mexicano”—. Como ocurre con cualquier creencia, ni las evidencias factuales ni ninguna de las herramientas que pueda aportar el pensamiento crítico pueden desmontarla.

Supongamos que la señora Dresser genuinamente no crea en lo que afirma el presidente, supongamos que no esté mintiendo —es decir, que en realidad no es que ella no crea en lo que dice AMLO, sino que sencillamente se esté sumando al nado sincronizado con el que la oposición propaga un bulo más para tratar de afectar intencionalmente la credibilidad del mandatario—. Si es así, pase lo que pase, ella podrá seguir creyendo que el presidente miente o lo que quiera, cualquier cosa por más desatinada que pueda parecer: Credo quia absurdum, creo porque es absurdo, reza la paráfrasis de la famosa sentencia que se atribuye al apologeta cartaginés Quinto Septimio Florente Tertuliano (s. II a. C.).

Cuando estaba por concluir la primera fase de vacunación contra la covid-19, me permití hablar con un compañero de trabajo, pongámosle Augusto, que se negaba rotundamente a someterse a la inoculación. De entrada, le dije que yo partía del hecho de que él tenía el derecho de hacer o no hacer lo que le pareciera mejor…

— Pero, dime Augusto, ¿por qué no quieres vacunarte?

— Es que, la verdad, doctor, yo no creo en las vacunas –me contestó.

Como ocurre con cualquier fe, hubiera sido ridículo y sobre todo inútil brindarle razones para intentar convencerlo de que modificara su (no) creencia, así que intenté solamente incidir en su conducta:

— Pues no importa, Augusto, porque no es necesario que creas en las vacunas para que vayas a vacunarte. Nadie te pide un acto de fe.

Claro, el argumento fue tan irrebatible como infructuoso. ¿Por qué? Porque mi compañero no sólo no creía en el poder inmunológico de las vacunas, sino que en cambio creía en otra cosa:

— No, pero es que cómo sé que no me van a inyectar otra cosa.

— ¿Crees que las vacunas traen otra cosa, algo perjudicial?

— Sí, la verdad eso creo, doctor.

Ya ni siquiera quise averiguar si creía que le iban a inyectar otro virus o veneno o un microchip… Pasa lo mismo con la incredulidad de la señora Dresser: el problema no está en que la gente crea o no crea en algo, el lío es que, cuando dichas creencias o incredulidades se relacionan con asuntos públicos, inciden directamente en la firmeza del entramado social. En el caso de la vacunación ese entramado social tiene una expresión humana muy concreta: Hoy día 7 de cada 10 fallecidos a causa de la covid-19 son personas que no se vacunaron. En el caso de la sistemática incredulidad de la oposición, lo que se pretende corroer es nada menos que el consenso social. En ambos casos la incredulidad realmente nos afecta a todos, es patógena.

Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.

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