“Es una invitación para que todos los trabajadores remotos del mundo entero vengan a la Ciudad de México a vivir esta ciudad que lo tiene todo”
– Claudia Sheinbaum en 2022
En los últimos años, la palabra “gentrificación” ha ganado terreno en las conversaciones públicas de la Ciudad de México, especialmente en colonias como Roma, Condesa, Juárez, San Rafael o Santa María la Ribera. La imagen mediática más recurrente es la del “gringo” recién llegado, con su laptop en una cafetería de especialidad, pagando rentas que duplican lo que un local puede costear. Y aunque es verdad que el auge de los nómadas digitales ha acelerado el proceso, culpar únicamente a los extranjeros es quedarse corto ante una problemática mucho más estructural.
La gentrificación no es un fenómeno reciente ni importado de los Estados Unidos. Es un proceso urbano realmente global, estrechamente relacionado con la especulación inmobiliaria, la desregulación del mercado de la vivienda, la turistificación, y las decisiones o cómplices de los gobiernos locales, pero, al mismo tiempo, esencialmente un proceso de desplazamiento. Los residentes históricos, que no pueden permitirse las nuevas rentas, nueva vida cotidiana, nuevos servicios o el “movimiento”, a menudo, son desplazados gradualmente en el nombre de “renovación” o “progreso”.
Reducir la gentrificación a una cuestión de nacionalidad, o en la idea peculiarmente argentina del malvinero, es peligroso y simplista. La cuestión, a mi parecer, reside en una visión de la ciudad que pone la inversión y el consumismo por delante del derecho a habitar, donde el espacio público se vuelve mercancía y la vivienda no es un derecho sino un activo financiero. ¿Quién construyó los edificios de lujo sin consultar a los vecinos? ¿Quién permite que departamentos enteros se renten por Airbnb sin regulación? ¿Quién promueve desarrollos como Reforma 222 o Ciudad Verde en Azcapotzalco como “ejemplos de modernidad”? No fueron los extranjeros: fueron inmobiliarias, autoridades y legisladores nacionales.
Se puede argumentar que sí, que los recién llegados forman parte del engranaje, pero no son los diseñadores. Algunos ni siquiera saben que están contribuyendo a una cadena de despojo. Están listos para olvidarse del hecho de que se enriquecen con el dinero robado a familias desalojadas como saben poco sobre el sistema, y es poco probable que les importe. Pero, nuevamente, el enfoque no debería dirigirse al individuo que alquila la propiedad de Airbnb en sí. La clave es el sistema que lo ha convertido en una decisión beneficioso desalojar a una familia de una casa para convertirla en una suite turística.
Y ahí es donde debemos ser críticos con quienes tienen el poder real de frenar o acelerar la gentrificación: los gobiernos que flexibilizan el uso de suelo, que subsidian desarrollos de lujo, que ignoran el crecimiento desordenado, y que prefieren las inversiones extranjeras a garantizar vivienda social. La ciudad que se nos escapa de las manos no es solo una ciudad “invadida” por extranjeros. Es, sobre todo, una ciudad abandonada por quienes deberían protegerla.

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