El mayor riesgo para el movimiento de Transformación, luego de la contundencia del triunfo electoral del pasado 2 de junio, sería considerar que la historia está resuelta y las fuerzas conservadoras definitivamente yacen nulificadas. A un mes, de la lección de civilidad que el pueblo organizado les propinó en las urnas, esas viejas elites comienzan a lamerse sus heridas y ensayar explicaciones ante su evidente incapacidad para comprender lo que en México sucede.
Un frente notable de esa oligarquía que se sigue sintiendo desplazada son los autonombrados intelectuales o “comunidad cultural”, identidad que les sirve para distinguirse de los partidos políticos tradicionales, a quienes afirman aborrecer, pero con quienes no dudaron en aliarse. Sería anecdótica la reunión que con ellos tuvo la candidata del PRIAN, encabezada por las cabezas de esas mafias culturales, si no fueran ellos los principales responsables de las campañas negras que ya existían décadas antes de las redes sociales.
La estigmatización que sufrió la izquierda mexicana fue promovida por esos intelectuales que supieron acomodarse al orden autoritario impuesto por el viejo PRI y ser los principales beneficiarios de los fideicomisos que promovidos por Carlos Salinas y los panistas, como apóstoles del neoliberalismo. No es extraño, que esos intelectuales orgánicos del poder fueran quienes arrancaron con la caricaturización que se pretendió hacer la trayectoria política de Andrés Manuel López Obrador calificándolo de nuevo “caudillo” y “mesías tropical”.
Esas elites que aún se adjudican el derecho a calificar la democracia de acuerdo a sus propios intereses, fueron quienes se apropiaron de la noción de “sociedad civil” para seguir distinguiéndose del pueblo. Ellos son quienes desde su supuesta superioridad moral atribuyen a sus propios prejuicios el sentir común de la sociedad que presenten suplantar.
A todos ellos, no les gusta ser identificados como representantes de la derecha o del conservadurismo, pues por décadas ejercieron el control de órganos e instituciones públicas como las universidades, promoviéndose como apartidistas o independientes; para desmarcarse de su responsabilidad en la despolitización de las grandes mayorías cuando ellos promueven la separación entre las esferas de la política como esencialmente corrupta y la cultura como libre de todo mal.
Pero esa derecha cultural, no puede llamarse a sí misma como democrática desde sus afanes de nobleza y su búsqueda permanente para separarse del pueblo. Ellos mantienen la justificación de su papel en la sociedad desde la visión que concibe a la democracia tan solo como el procedimiento electoral, y en el fondo como una concesión para las masas de parte de las clases ilustradas, que se apoderaron de los fideicomisos y órganos autónomos que han operado.
No es una tarea menor, tener una lectura de los intereses de clase que defienden esos grupúsculos, ya que la mayoría sigue ocupando posiciones en las instituciones académicas, organismos no gubernamentales o en medios de comunicación. A pesar de su evidente fracaso, son esos sectores quienes generan los argumentos para tratar de erosionar la legitimidad del futuro gobierno elegido en las urnas.
La oposición a la reforma judicial, es el más reciente ejemplo, de la concepción elitista de quienes pretende privatizar a la democracia para ellos mismos, reduciéndola al mero proceso electoral, pero no están dispuestos a que quienes no son “especialistas” como ellos, tomen las decisiones públicas, para decir veladamente “la gente que es ignorante”, y no puede decidir sin la orientación de quienes no dejan de sentirse superiores.
Esas son las posiciones que defiende la derecha mexicana que no atreve a llamarse como tal, quienes, en palabras de Carlos Monsiváis, nunca han dejado de operar “con su racismo, su cretinismo clasista”. Una expresión actual que ese enorme cronista ya no alcanzó a registrar es la descalificación que sigue haciendo Jorge Castañeda de los mexicanos por “el espíritu tradicional de individualismo y escepticismo de México”
Por esto, no es raro que solo se alcance a explicar la politización que estamos viviendo como producto del “rencor” y la “polarización” que providencialmente atribuye a la figura malintencionada del presidente Andrés Manuel López Obrador, pero que, en el fondo, siguen atribuyendo a la incapacidad del propio pueblo para decidir por sí mismo, es decir su negación de su ser político.
Para quienes asumimos la actividad política como el motor de la transformación social, las palabras de Monsiváis siempre serán una necesaria advertencia, cuando asumimos en el debate público. la “doctrina de la derecha es la hipocresía”. No se deben descuidar los campos de la batalla cultural.
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