Desde los sótanos de Sillicon Valley se ha estado esparciendo la idea de que el siglo XXI gesta una maravilla que cambiará para siempre nuestro estilo de vida, y cuando digo “nuestro”, peco de ingenuo integrando a la raza humana en una suerte de masa homogénea que dista mucho de las múltiples realidades sociales, económicas y culturales que distinguen al mundo actual.
A través de una cantidad inmensa de materiales realizados mediante la multimillonaria industria del entretenimiento, parece haberse desplegado desde hace décadas una agenda cuidadosamente planeada, como si de una checklist se tratara, que culminaría con la presentación al mundo de la última creación humana: una mente externa para realizar esa engorrosa e inútil tarea de pensar.
Desde finales de los años 90 se vislumbraba esta suerte de distintivo social que dividía a aquellos individuos “in” y “out”, con la introducción de las agendas digitales Palm, las cuales requerían el uso de una pluma stylus para marcar cualquier cosa en su pantalla, tratando sutilmente de reemplazar el uso de agendas de papel para organizar las tareas del día.
A las estridentes campañas publicitarias siguieron actualizaciones con un notorio aumento de funciones, como alarmas, recordatorios y hasta comandos de voz, agregando a todo aquello que actuaba como un sustituto de nuestra memoria el término “smart”, como si de un objeto con alguna clase de ingenio propio se tratara.
Ya entrado el siglo XXI, Steve Jobs revolucionó el mercado colocando a cada nueva versión de sus chucherías tecnológicas la letra “i”, en alusión a la palabra INTELLIGENT, pues por alguna razón, a las prótesis médicas para sustituir extremidades faltantes por accidentes o malformaciones, había que agregar una nueva para algo que no habíamos perdido en ninguna circunstancia fortuita, sino que más bien parecía estar insistentemente queriendo arrebatársenos: la inteligencia.
Y así hemos visto avanzar forzadamente esta transición impuesta que parece tener por objetivo ineludible, ceder aquello que nos distingue y ha colocado como especie preponderante y sobreviviente en este mundo, habiendo construido una civilización con claroscuros, que también ha tenido, como es evidente, inclinaciones autodestructivas de cuando en cuando.
Tal vez lo más preocupante es la introducción indolente de estas tecnologías a sociedades tan desiguales como las actuales, en las que las enormes mayorías sólo cuentan con su fuerza de trabajo como único capital para invertirlo en economías de mercado ya decadentes, operantes aún en el mundo occidental.
Las habilidades relativas a la fuerza física y el uso del tiempo son la única moneda de cambio con la que miles de millones de seres humanos cuentan para negociar todos los días y así conseguir un bocado de pan para sus hogares, lo cual se traduce en trabajos precarizados y ya de por sí devaluados como servidumbre, cajeros de centros comerciales o tiendas de conveniencia, oficinistas y otras labores que un puñado de privilegiados miembros de élites, fuera de todo sentido común considerará rápidamente sustituible o innecesario gracias a un impune avance tecnológico en un camino que debería ser trazado por ideales más profundos y nobles que un simple “lo hacemos porque podemos”.
DA CAPO
A esta andanada en contra de la humanidad misma, veremos acompañar más propuestas absurdas y éticamente cuestionables como la idea de un ingreso básico universal, que los mismos impulsores del desarrollo de la IA proponen establecer a manera de disculpa anticipada y para darse a sí mismos un poco de paz a causa de remordimientos que los atormentan ya desde ahora, vislumbrando las consecuencias negativas de sus egoístas aventuras y sin embargo, lo más inquietante es aquello que ni ellos ni nosotros podemos aún pronosticar.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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