El neoliberalismo ha sido entre nosotros como la historia de Robin Hood contada al revés: se roba y saquea a los pobres para repartir a los ricos los productos del hurto bajo la forma de condonaciones de impuestos, contratos millonarios para obras inacabadas, remate de propiedades públicas a precios de ganga, contención salarial por décadas y el rescate financiero del Fobaproa -cuyos 552,300 millones de pesos más intereses pagaremos tres generaciones hasta 2070-, más la corrupción, la mucha, muchísima corrupción que hay entre los bribones de cuello blanco.
Para que la aceptación de este saqueo fuera tersa y tomara como naturales los abusos había que socavar los cimientos culturales de la sociedad. Había que desmantelar el sistema de valores, tradiciones, símbolos y creencias que nos daban identidad para crear una nueva cultura, la de la corrupción galopante por la cual Enrique Peña Nieto abogó una y otra vez como parte de las características nacionales1.
Los cuadros dirigentes de la academia, la intelectualidad y los medios de comunicación, ampliamente favorecidos por este despojo, jugaron un papel importante en el cambio de paradigmas. Modificaron desde el arte hasta el lenguaje, a veces con el simple trámite de no hablar de determinados temas, o de hacerlo despectivamente, o tildarlos de “populistas”. O negarlos en sus revistas y desaconsejarlo a sus becarios.
En los años ochenta, durante la infancia del neoliberalismo, el arte era crítico y militante, pero ya para finales de siglo se desdeñaba este tipo de arte comprometido con la realidad social.
Así, los Zapatas de Arnold Belkin y sus murales con escenas de la Revolución, o la encendida manifestación de Efraín Huerta contenida en el poema “Amor, patria mía” (¡La grande y pura verdad, patria, la poseen / oh país, país mío, los esbirros, / los soldadones, los delatores y los espías!), serían francamente ridiculizados por quienes detentan ahora –sin que les pertenezcan y/o sin contar con una obra que los valide- los nuevos cánones estéticos.
El lenguaje también sufrió estos desdenes. El vocabulario perteneciente al mundo del trabajo pasó al olvido: obrero, salario, sindicato, plusvalía. Términos como independencia económica y soberanía nacional se excluyeron del discurso público porque si ya no iba a haber clases sociales ni conflictos entre ellas, ¿para qué mentarlas, pues? Si se podía comprar en el extranjero lo que hiciera falta, ¿a quién le importaba la soberanía alimentaria, entonces? La ausencia de estos conceptos en la política lo que hizo fue colaborar a que se instalara la práctica política de la derecha como la única posible.
La 4T ha regresado a escena lo que se creía extraviado. De este modo, por “independencia económica” entiende el esfuerzo para alcanzar la autosuficiencia alimentaria que evite una colonización a través de los alimentos; al mismo tiempo, busca la autosuficiencia energética con la construcción de la refinería de Dos Bocas impedir la subordinación a intereses foráneos. Hay independencia cuando no se busca el financiamiento exterior para desarrollar las obras de infraestructura necesarias.
Por lo que toca a la “soberanía nacional” el artículo 39 constitucional es claro: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.” Palabras más, palabras menos, significa que nadie puede venir a imponer sus políticas en nuestro país, como lo hicieron el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial durante los años de la pesadilla neoliberal.
Este concepto le resulta incomprensible a la derecha, porque es nutrida su trayectoria como traidores a la patria. Arranca con la invitación a Maximiliano a que viniera a gobernar México, pasa por los tristemente célebres ex presidentes Díaz Ordaz y Echeverría actuando como espías para la CIA en México, recala en los diputados prianistas votando a favor de las empresas energéticas extranjeras.
El gobierno de la 4T ha comenzado la recuperación de esa memoria histórica opacada. Que el AIFA, una de las obras emblemáticas del actual régimen, lleve el nombre del primero maderista y después villista General Felipe Ángeles, no es cosa menor si se lee entre líneas.
Estos términos recobran su lugar en el discurso para recordarnos que los conceptos que representan deben regresar al espacio público porque con ellos se puede valorar si la conducta de los actores políticos es o no es a favor de México.
Tomemos como ejemplo las visitas de Amparo Casar y Lorenzo Córdova al embajador norteamericano Ken Salazar –quien prácticamente los echó a la calle- para compartirle su aflicción por los excesos antidemocráticos del dictador Andrés Manuel y de paso pedirle su ayuda y quizá unos centavos para continuar su cruzada. Ese no es un acto soberano. Según el Diccionario de la RAE, se llama “entreguismo”: Tendencia a vender los intereses patrios a intereses extranjeros.3
Tan claro como eso.
1 Las veces que Peña Nieto dijo que la corrupción es una debilidad cultural
2 AMLO da a conocer cifras de las concesiones mineras de anteriores sexenios
3 Entreguismo
https://dle.rae.es/entreguismo” https://dle.rae.es/entreguismo
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