No es para nada un hombre alto, pero llega a la cita con un dejo de altivez y un paso cansino. Resaltan en él su tupida barba blanca, su cabello ralo y su gesto áspero, quizá aún más duro debido a su edad avanzada. Todo en él es impuro, salvo su puro, cuyo olor definitivo se mezcla en el ambiente. Cansino o no, durante años el paso de este sujeto por la vida pública de nuestro país ha sido, por decir lo menos, una pesadilla.
A Diego Fernández de Cevallos le gusta el dinero, así se lo hizo ver hace 22 años quien ahora es nuestro presidente en un debate en el que a punta de argumentos venció al labioso panista; tanto le gusta que es dueño de buena parte de la lujosa y exclusiva Punta Diamante en Acapulco, Guerrero, entre otras propiedades. Conocido como el Jefe –quizá por no decirle el Padrino–, a Diego hay algo que también le gusta, aunque menos que el dinero, y es el poder. Por eso se dice que ha traficado influencias para obtener beneficios y ganar litigios. A este político con ínfulas de conquistador no le importa a quién le arranca el dinero. Por eso le ha “ganado” millones en litigios al gobierno, carretadas que hemos tenido que pagar usted y yo con nuestros impuestos. Por eso junto con Salinas de Gortari inventó el PRIAN hace más de 30 años, mediante las llamadas concertasesiones. Por eso entregó la presidencia. Por eso, porque le gusta el dinero, porque le gusta el poder.
Diego, en su página de Twitter usted presume el debate de 1994, cuando contendió por la Presidencia de la República, pero no el que le ganó Andrés Manuel López Obrador en el 2000.
—Eso piensa usted, yo pienso otra cosa. Esa es la democracia, por la que he luchado toda mi vida y que ahora un Tartufo, un cobarde, un sinvergüenza quiere destruir por medio de la mentira y la degradación… Bla-bla-bla.
Labia es lo que escurre de su boca, junto con un poco de baba salpicada por el resoplido que produce su voz engolada. Si bien el diccionario define a la labia como una “verbosidad persuasiva y gracia en el hablar”, esa gracia de quien fuera candidato a la presidencia en 1994 es perversa: su discurso y sus actos se enmarcan aún en el centro de la mafia del poder.
Diego, ¿cómo ve al país de la Cuarta Transformación?
—Es un país sumido en la tristeza pues se hacen las cosas como quiere un presidente voluntarioso, un tirano, y eso es muy grave. Bla-bla-bla. El presidente no reconoce que aquí y en el mundo entero en gran medida manda el dine… que diga el mercado. Bla-bla-bla.
¿Cómo hizo usted su fortuna? Algunos dicen que ha sido por traficar influencias en lo más alto del poder, desde la época de Carlos Salinas de Gortari.
—Lo hice con trabajo, como todos los empresarios que ahora son atacados por un gobierno mentecato, por un gobierno compuesto por una camarilla de delincuentes. Bla-bla-bla.
¿Ganándole jugosos casos al Servicio de Administración Tributaria, defendiendo una empresa que envenenó a once mil niños, destruyendo los documentos que podían demostrar que Carlos Salinas no ganó la presidencia, haciendo “negocios” multimillonarios con Pemex?
—¡Cállese! ¡No diga sandeces! Lo que hice y hago en mi despacho ha sido trabajando duro y luchando, como muchos mexicanos, en favor de la justicia. Bla-bla-bla.
Diego, hace un año se subió al tren de las redes sociales y señaló que lo hacía para convencer a los jóvenes que tienen en sus manos el destino de México, pero un joven estudiante, Manuel Pedrero, le contestó que los jóvenes ya lo conocían como el hombre que vendió su prestigio en la elección de 1994. “Los viejos ya te conocen; nosotros también”, le dijo.
—¿Me invitó a una entrevista o a cuestionarme con sus irrisorios puntos de vista? Entré a las redes sociales para sacudir a los jóvenes, para luchar por un México sin mentiras, para participar limpiamente en las cuestiones públicas. ¡Cómo estará el pobre México para que volteen hacia mí! Bla-bla-bla.
Labioso y mentiroso, Diego Fernández de Cevallos, cada vez que puede, intenta denostar a AMLO llamándolo Tartufo, y se refiere al personaje de Molière, un hombre mentiroso, simulador y corrupto. Ha desarrollado otros adjetivos: sinvergüenza, bribón, bravucón, pendenciero de barrio, pandillero, patán, embaucador, estafador. Diego Fernández de Cevallos no sabe que, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, está proyectándose a sí mismo, es decir que lo que brota de su parlanchina boca es el pensamiento que él tiene de sí mismo y dentro de sí mismo y, como un mecanismo de defensa, se lo dice a otro. El Tartufo es él, y así lo describe el gran Fisgón llamándolo Tartufernández.
Mientras veo alejarse a esa mala copia de Pitufo Gruñón, a ese déspota clasista que se expresa de las mujeres como “el viejerío”, me quedo pensando en aquella breve entrevista en la que Alejandro Páez Varela le propina una última estocada verbal: “Oiga, pero él [López Obrador] llegó a presidente y usted no”. ¡Touché!
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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