En toda transformación profunda, los intelectuales han sido piezas clave: dan sentido a las causas, les otorgan palabras, las defienden frente al embate del poder. México no es la excepción. Sin la fuerza de comunicadores, pensadores y artistas comprometidos con la justicia social, Morena no habría llegado a ser la fuerza política que es hoy.
Sin embargo, la historia también muestra que las intelectualidades no son inmunes a los intereses propios. Bajo el manto de la crítica legítima, a veces se esconden disputas de poder, ambiciones personales o simples cálculos económicos. No toda crítica nace del compromiso con los ideales: algunas nacen del ego, de la nostalgia por no ocupar un lugar más protagónico, o de negociaciones que poco tienen que ver con el bienestar del pueblo.
Hoy vemos, en momentos clave para el movimiento de la Cuarta Transformación, una actitud ambigua entre quienes se presentaban como sus defensores intelectuales. Cuando las campañas de linchamiento político se lanzan contra figuras del propio movimiento —como sucedió con Omar García Harfuch o, ahora, con César Gutiérrez Priego—, no basta con guardar silencio o mirar hacia otro lado. No basta con fingir una neutralidad que en los hechos alimenta la estrategia de sabotaje interno.
Señalar errores es no sólo válido, sino necesario. Pero hay una enorme diferencia entre la crítica que busca corregir rumbos y el ataque que busca abrir fracturas. Y aquí es donde la intelectualidad tiene una responsabilidad histórica: reconocer cuándo su voz ayuda a construir y cuándo, consciente o inconscientemente, se vuelve instrumento de intereses contrarios a la transformación.
Hoy más que nunca, es necesario preguntarse: ¿al servicio de quién está cada palabra, cada posicionamiento? ¿Al servicio del pueblo, de la justicia, de un proyecto de país? ¿O al servicio de cuotas personales, de plataformas mediáticas, de prebendas económicas?
La madurez política que exige esta etapa de la 4T no sólo es tarea de los dirigentes y los militantes. También lo es de quienes se asumen como conciencia crítica del movimiento. Defender el proyecto no implica callar ante los errores, pero tampoco implica prestarse a linchamientos, purismos o pugnas internas que terminan favoreciendo a quienes siempre han querido frenar la transformación.
La historia juzgará a todos: a quienes lucharon con lealtad crítica, y a quienes, desde la trinchera del “intelectualismo”, pusieron su vanidad por encima del bien común. La pregunta es simple, pero ineludible: ¿de qué lado de la historia queremos estar?

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