Bufadores y bufones

Opinión de Germán Castro

Yo no sé por qué razón,
de mi tragedia, bufón,
te ríes… Mas tú eres vivo
por tu danzar sin motivo.

Antonio Machado, Mi bufón.

Es casi imposible que no te hayas dado cuenta del chocante fenómeno: desde la campaña electoral de 2018 y de manera acelerada a partir del triunfo de Andrés Manuel López Obrador en los comicios de julio de aquel mismo año, en este país hemos sido testigos de una tendencia imparable en el conservadurismo mexicano contemporáneo: cada vez más bufones actúan de críticos serios y los que solían actuar de críticos serios se abufonan cada vez más.

En cuanto al primer bloque, el de los bufones que cada vez más actúan de críticos serios, no me refiero a cualquier tipo de bufón, sino específicamente a los que cobran por hacer reír al público, es decir, hablo de los bufones profesionales. El ejemplo paradigmático sería Brozo, el payaso que día a día se hace más tenebroso y menos gracioso. Y aunque no se pinten la cara ni se pongan una nariz roja de pelota, podemos echar en el mismo costal a una caterva de comediantes, desde Eugenio Derbez, a quien le pegó un ecologismo abrupto hace poco, hasta los señores José Manuel Torres Morales, y Eduardo Ramírez Velázquez, mejor conocidos como Chumel Torres y Lalo España o doña Francisca, respectivamente.

Ellos y otros extraídos de la misma cantera de la farándula —podemos incluir, claro, a gente como la histrionisa Laura Guadalupe Zapata, el rockero Alex Lora y su hija Celia, el actor Héctor Suárez Gomís, etcétera— ahora actúan, y cada vez más, como críticos serios, e incluso hay los que se animan a hacerse pasar como voces calificadas en los más variados temas de la cosa pública. Ojo, uso el verbo actuar en el sentido de interpretar un papel en una obra teatral, de ofrecer un espectáculo ante el público: actuar de actores, pues, o de hipócritas, como se llamaban en el teatro griego antiguo.

En contraparte, cuando miento aquí a personas que solían desempeñarse como críticos serios, me refiero en principio al copioso fárrago de opinócratas y comentaristas, y en general a la muchedumbre de personajes que los medios pomposamente nos presentan como “analistas”, “académicos”, “expertos”, “especialistas”…  Me parece que el caso paradigmático lo encontramos hoy en la señora Denise Eugenia Dresser Guerra, doctora en Ciencias Políticas, profesora en el ITAM y activísima oponente en un montón de pantallas y micrófonos a todo cuanto diga o no diga, haga o no haga, el presidente de la República.

A punta de retorcidas argucias, memes bobos, coreografías chuscas e incluso recientemente de gesticulaciones que pretenden ser jocosas, la otrora circunspecta politóloga lleva ya mucho trecho avanzado en el camino del abufonamiento. Se apayasó. Y el de Dresser Guerra no es un caso aislado, sino una propensión generalizada en la derecha, en la reacción mexicana. Podríamos citar ejemplos de respetables profesores de instituciones de educación superior que han optado por dejar la escritura de ensayos pulcros y dedicarse mejor al posteo de fotomontajes fraudulentos y al retuiteo compulsivo de bulos —y sí, ahora mismo estoy pensando en José Antonio Crespo—.

Podríamos también traer a cuento a editorialistas y columnistas que no hace mucho podíamos considerar sujetos entendidos y en algunos casos incluso bien informados, que hoy ya sólo publican faramallas y farfollas hilvanadas —no siempre bien— a partir de supuestos trascendidos que, usualmente, a la siguiente mañanera quedan evidenciados como embustes. Ni qué decir de un buen recaudo de afamados intelectuales que tiene ya mucho tiempo que nomás no sale del denuesto tipo pastelazo, el insulto soez y de la chacota como técnica más acabada de argumentación.

El asalto de la bufonería al debate de los asuntos públicos no es cosa nueva —el nombre de la columna de Carlos Marín en Milenio es una confesión: “El asalto a la razón”—, ni en México ni en el mundo. En Estados Unidos llegó un momento en que la crítica a Trump prácticamente se redujo enteramente al chiste, muy graciosos, por cierto. Durante el sexenio de Calderón, pero marcadamente a lo largo del de Enrique Peña Nieto, la burla sustituyó al juicio. Cuando AMLO señaló que habían hecho de Peña “el payaso de las cachetadas” no exageraba. Integrada casi en su totalidad por bufadores y bufones, opositores que propagan su tirria y difícilmente pasan de la cuchufleta y la chabacanería, en la actualidad la reacción se convertido a sí misma en eso, en el payaso de las cachetadas. Así que, conforme pasan los días, uno se siente obligado a preguntarse cada vez con mayor frecuencia si no será que el conservadurismo escoge a sus voceros con el explícito afán de quedar en ridículo. Y no lo digo de broma.

Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.

Salir de la versión móvil