Mexicanos al grito de guerra

El fentanilo es un opioide sintético 50 veces más fuerte que la heroína y 100 más que la morfina. Su uso original era con propósitos hospitalarios, pero sus efectos adictivos son tan devastadores que se ha convertido en una de las principales causas de muerte en Estados Unidos y gran preocupación para el gobierno de este país, no solo por la cuestión de salud pública, sino por el tráfico ilegal que genera, y que parece ser el pretexto perfecto para promover intervencionismo en México desde la Casa Blanca.

Senadores republicanos, específicamente Den Crenshaw y Mike Waltz, pidieron al congreso estadounidense el uso del ejército para combatir a los cárteles mexicanos, es decir, ponerlos al nivel del Estado Islámico y tratarlos como terroristas para causar en México la muerte y devastación que crean necesaria hasta “derrotar al enemigo”, tal cual lo han hecho en Irak, Afganistán, Siria y un largo etcétera.

Nada de esto era relevante porque se consideraba parte de la politiquería de personajes, hasta cierto punto, irrelevantes, sin embargo, el exfiscal de ese país, William Barr, escribió sobre ello en el Wall Street Journal, donde, básicamente, aplaude la estela de muerte que dejó el gobierno de Calderón en la llamada guerra contra el narcotráfico que emprendió el espurio expresidente mexicano (cuyo Secretario de Seguridad Pública fue Genaro García Luna, recientemente hallado culpable por vínculos con el Cártel de Sinaloa), y critica al presidente López Obrador por hacer más énfasis en atacar las causas y matar a menos seres humanos, porque claro, si los muertos son del Río Bravo hacia el sur, no importan tanto como los del norte.

Ya sabemos, lo usual: la misma estrategia fracasada de hacer creer que los malos son los productores mexicanos y colombianos y no los consumidores estadounidenses, y no reconocer la evidente decadencia de ese país, que lo convierte en el mayor consumidor de drogas del mundo. Por si ello fuera poco, otro retrógrado de nombre John Kennedy, también senador estadounidense, declaró que, sin Estados Unidos, México estaría comiendo comida de gatos de una lata, viviendo en una carpa en un traspatio.

El presidente López Obrador ha desestimado las declaraciones de estos personajes intrascendentes, sobre todo porque son hechas por porristas y engaña tontos en tiempos de campaña, no por políticos serios, pero lo más importante: ha llamado a no votar por quien quiera utilizar a México en discursos xenófobos y racistas (indirectamente, esto afecta más al partido republicano). La pregunta es: ¿esto impacta a la política interna de Estados Unidos? Sí y no.

En términos absolutos, el llamado de cualquier presidente a no votar por tal o cual candidato de otro país podría parecer irrelevante, pero el caso del presidente López Obrador es especial. Tiene una aceptación del 70% y goza de gran popularidad entre los mexicanos que viven de Estados Unidos, donde, por cierto, hay 40 millones de ellos (población mayor que la de países como Irak, Canadá, Perú o Arabia Saudita, y casi tan grande como la de Argentina, España o Colombia).

En una elección cerrada, el llamado de López Obrador podría tener algún impacto en el resultado electoral, y aunque él ha declarado que México se conduce por la resolución pacífica de los conflictos y el principio de no intervención, ha dejado muy claro que no permitirá que agarren a México de piñata discursiva, y como mexicanos tenemos que cerrar filas en torno a ello, defender la dignidad de México, rechazar el intervencionismo cínico de Estados Unidos y, en síntesis, defender la patria.

No podemos regresar a tiempos de entreguismo cuando políticos mexicanos hincaban la rodilla ante el imperio, y aunque este siga queriendo hacer parecer como que México es el culpable, lo cierto es que los grandes consumidores (y también productores) son ellos, pero en la opinión pública no se habla de ello porque nunca se admitiría que la potencia hegemónica enfrenta los mismos problemas (y quizás peores) que sus vecinos del sur.

Históricamente, la lucha contra los cárteles en América Latina ha sido un gran fracaso por dos cosas: no atacar las causas como la monstruosa desigualdad y la falta de oportunidades en regiones pobres y poco desarrolladas; y la falta de voluntad política de Estados Unidos para hacerse cargo de un problema que lleva mucho tiempo impactando a su sociedad, pero que al mismo tiempo sostiene parte de su economía. Hipocresía, le llaman.

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