A Eufrosina
El conservadurismo en México nunca se ha llevado bien ni con el patriotismo ni con el nacionalismo. Enseguida, argumento.
Hace 14 años, justo el Día de la Bandera del año 2009, el señor que despachaba como presidente de la República se apersonó en el zócalo de la Ciudad de México para lanzar algunos exhortos. Calderón se dirigió a “nosotros, mexicanas y mexicanas de hoy”, y nos incitó a “hacer frente a los desafíos” que, según él, encaraba la Nación: “la inseguridad y la violencia generada por el crimen”, claro, y la “situación financiera internacional”. Entonces, eso significaba que pedía que la gente apechugara, algo que con frecuencia exigían los neoliberales. Casi al final de su perorata, el prianista soltó: “Hagamos que la Bandera Mexicana ondee siempre gallarda y orgullosa sobre una Patria a la altura de nuestra historia”.
Quizás aquello era pura retórica, pero igual me asaltó la duda: ¿puede acaso la Patria no estar a la altura de su propia historia? Si la frase estar a la altura de significa algo así como ser consecuente con, ¿es posible que en su actualidad un país no sea consecuente con su devenir a través del tiempo? En términos de lógica formal es imposible que un ente no sea resultado obligado de sus causas y circunstancias. ¿Se desprende pues que un país está siempre, necesariamente, a la altura de su propia historia? Me parece que sí, que no hay vuelta de hoja. Pero un país no es una entidad cualquiera, sino una entidad social que está en todo momento ligada con su identidad. Un país, en tanto comunidad imaginada —echo mano del concepto de Benedict Anderson— problematiza constantemente su conciencia de sí, su aprecio por sí mismo, y ahí las cosas no son tan sencillas.
A partir de aquella arenga, en 2009 yo me preguntaba: ¿nuestro país está a la altura de su propia historia? El cuestionamiento se dirigía, por supuesto, al conocimiento y estima que tenía México de sí mismo y por sí mismo. Y dado que México, como ni ningún otro Estado Nación, no se halla personificado en nadie, ni en ningún individuo concreto ni en ninguna institución, ni siquiera en su gobierno, preguntarse si la identidad nacional está a la altura de nuestra historia es preguntarse si la mayoría de los mexicanos y las mexicanas es o no consecuente con nuestro devenir a través del tiempo. Dejando a un lado la cuestión de si realmente existe eso que llamamos historia independientemente de cómo nos la contamos —historiografía—, mi respuesta fue categórica: no, nuestra identidad nacional no estaba a la altura de nuestra historia, es más se encontraba muy achaparrada, terriblemente apocada desde el poder político.
Durante el neoliberalismo, según el discurso que emanaba desde el poder público y los medios que éste controlaba —casi todos—, la culpa de los males que padecíamos la teníamos nosotros mismos. López Portillo dijo “la solución somos todos”, pero después de la debacle, cuando llegó su sucesor, De la Madrid, se impuso como receta la “renovación moral de la sociedad” porque desde entonces se propagó la consigna de que la corrupción somos todos. La cantaleta permeó al punto de que casi nadie dijo nada cuando, apenas en el sexenio anterior, el presidente Peña nos acusó: la corrupción “está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos. No hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra, todos están, han sido parte…” Y no sólo se nos calificaba de corruptos, sino además de indolentes: si la pobreza cundía no era por un problema de distribución de la riqueza sino porque la gente no le echa ganas.
La identidad nacional tiene que ver con al menos dos conceptos: patriotismo y nacionalismo. Aunque suelen confundirse, no son lo mismo. David Brading (Los orígenes del nacionalismo mexicano, 1988) lo explica claramente: el patriotismo es “el orgullo que uno siente por su pueblo, o de la devoción que a uno le inspira su propio país”, mientras que el nacionalismo es “un tipo específico de teoría política; con frecuencia […] la expresión de una reacción frente a un desafío extranjero… Comúnmente su contenido implica la búsqueda de una autodefinición, una búsqueda […] en el pasado nacional en pos de enseñanzas e inspiración que sean guía para el presente”. El nacionalismo, pues, precisa del patriotismo. La bronca es que, a diferencia del patriotismo que es un sentimiento que prácticamente surge espontáneamente de la cotidianeidad, el nacionalismo, en tanto ideología política que abona en favor de la unidad de un Estado Nación, debe construirse, primero, y luego permear. Y para ello, obvio, se requiere legitimidad.
A lo largo de la historia patria, al igual que ocurre con dos de las grandes avenidas de la Ciudad de México, Patriotismo y Revolución corren en contrasentido. Mientras que el patriotismo criollo impulsó la Independencia, el nacionalismo mexicano dio fondo ideológico a la Revolución. Hoy, desde el poder político de la 4T, el presidente López Obrador diariamente se ocupa de recordarnos la riqueza, profundidad y fortaleza de las raíces históricas de México. No se trata solamente de un discurso, sino de acciones concretas encaminadas a que estemos a la altura de nuestra historia, reconociéndonos en ella con orgullo. Cuando AMLO repite que el pueblo de México es mucha pieza abona en favor de nuestra autoestima, y cuando insiste en que la riqueza de nuestro país está en los valores de su gente reconfigura y fortalece la identidad nacional. El nuevo humanismo mexicano recupera la viabilidad de nuestra comunidad imaginada, ni más ni menos.
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