Soy parte de una generación que creció viendo comerciales entre todo el entretenimiento que podíamos consumir, la supuesta “gratuidad” de la TV nos costaba muy caro en lo que se refiere a exposición al marketing de los 80’s y 90’s, que ofrecían imágenes idealizadas de la vida a diestra y siniestra, ciertamente los publicistas sabían cómo responder a las realidades de múltiples carencias y el constante sentimiento de escasez y minusvalía impuesto por el sistema político y económico de entonces.
Indudablemente crecimos con grandes huecos en el corazón, como es requerido para mantener funcionando el sistema de mercado que nos rige, sabiendo que nuestro objetivo en la vida era llenarlos con cualquier cosa, pero no “chafa”, ni “ordinaria”, así, los términos “exclusivo” “plus” o “platino” también se hicieron presentes para diferenciar a aquellos que supuestamente podían acceder a distintos niveles de bienestar y lujo.
Después llegaron los 2000’s, que nos vieron ingresar a la vida adulta y con ello la explosión del internet, trayendo toda la basura new age recargada con nuevos mensajes de superación y poder mental para llegar a cualquier posición y obtener cualquier cosa que fuéramos capaces de imaginar.
Frases como “si haces lo que te apasiona no tendrás que trabajar ni un día de tu vida” despojaron de significado el concepto de sacrificio y sufrimiento para alcanzar metas y lo sustituyeron con los perniciosos “sueños”, la alquimica fantasía de poder transformar la realidad con el poder de la mente, “trabajar inteligentemente” o el auge de la “inteligencia emocional”, todo ello destinado a hacernos mirar a otro lado para no ver cómo se realizaban los preparativos necesarios para la instalación de la última etapa del neoliberalismo y nada menos que su coronación: el Globalismo.
Así, nos compramos la idea de que todo podríamos lograrlo, que nuestra generación era una promesa y que éramos parte de un bono demográfico que llenaría de combustible la nave del desarrollo, cuyo destino era el infinito y más allá (tal como lo veíamos concretar en todos aquellos bienes que obteníamos gracias a créditos fáciles y a la larga, impagables).
Al colapso de las burbujas crediticias le siguió el de las inmobiliarias y con ello, nuestras propias burbujas existenciales, dejando un sabor amargo a ese cóctel pernicioso de la “auto superación”, que siempre señalaba el dedo de la responsabilidad del fracaso hacia uno mismo, cegando por completo nuestra capacidad de mirar una realidad multi factorial movida por fuerzas más allá de nuestro control.
¿El resultado? Un desencanto tal, un brutal despertar, una amargura del tamaño de sueños rotos que se acentuaron con la lectura de patrones en el estrepitoso y descarado (para quien lo quiera ver) mundo digital: los “sueños” se cumplen de acuerdo a tu posición social, de acuerdo a tu condición y capital.
Es evidente que a la crianza de los ochentas y noventas no le faltó autoestima, mucho menos rebeldía y osadía para llenarnos de entereza y resiliencia para saltar al campo de batalla social y económico con audacia e imprudencia manifiesta, pero si algo era deseable que se nos hubiera enseñado, era conciencia de clase.
Sin embargo, no hay manera de juzgar a los adultos de entonces, ellos mismos vivían estrangulados por condiciones económicas que les obligaban a presupuestar y adaptar las necesidades familiares casi a diario, con una inflación galopante e inclemente que hacía imposible tener planes a largo plazo y que de todos modos, no les impidió sacar adelante familias de cuatro, cinco o más hijos inculcando en ellos un hambre insaciable por escapar de tal opresión.
Es necesario que nuestra generación, los nuevos adultos, aquellos que cargamos ya con las cicatrices y los muñones de la guerra, entendamos que nuestra generación y las que le siguen, cargan con una pandemia de depresión y ansiedad producto de esa lejanía con la que los medios nos enseñaron a ver el éxito, la plenitud, la satisfacción y la felicidad.
Ante los sucesos trepidantes que no dan pie a que siquiera puedan reflexionarse, ante las noticias artificiales que parecen inundar nuestra mente con preocupaciones imposibles de procesar a la velocidad que son sustituidas por nuevas, nuestra psique no atina más que a colapsar, somos presa de la inmovilidad y el silencio material que producen el agotamiento y el ruido digital, como lo llama Byung Chul-Han, que nos aísla y nos atrapa en un bucle eterno de temor, frustración y desesperanza.
Ante tal escenario no me queda mas que recuperar una anécdota que un conocido cantautor relató en un concierto al que acudí hace alrededor de un año: él mismo relataba haber experimentado una racha de crisis de ansiedad a las que llamó familiarmente “sacones de onda repentinos”, que lo llevaron a consultar con un profesional de la salud mental, quien le explicó que una de las razones para el desgaste de la psique y la consecuente aparición de señales físicas como estas era precisamente la condición de frustración cotidiana a la que estamos sometidos, producto de todas las razones antes expuestas y muchas más, las cuales podríamos resumir en simplemente, haber colocado la felicidad en el lugar de los premios de la vida, en el anaquel de las medallas o las copas de oro, alienada detrás de una vitrina y con precios impagables para obtenerla.
Ante esto, el psicólogo recomendó al cantautor: “no alejes así la felicidad, acércala un poco más.”
Da Capo
Tal como nos acercamos la sal, la salsita o el guacamole, sería muy deseable que aprendiéramos a allegarnos la felicidad conscientemente, pero para ello es necesario que la bajemos del pedestal inalcanzable en el que el sistema de mercado basado en la escasez nos orilló a ponerla.
Esto consiste en reconocer en primer lugar que somos felices, sin remordimientos ni culpas, que hemos sido felices y que lo seguiremos siendo, cada vez que nos permitamos acceder a esos pequeños detalles que hacen de cada día una experiencia mágica y digna de ser vivida.
Acercarnos la felicidad es un acto de rebeldía supremo ante un sistema alienador que nos despoja de todo aquello que detecta que necesitamos, y le pone precio; por ello, también es necesario por más que nos cueste, aprender a hacerlo en silencio.

Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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