Parecía que nunca íbamos a crecer como ciudadanos y que seríamos para siempre los habitantes del país de la simulación y del engaño. Viviríamos en la perpetua minoría de edad ciudadana que requiere la guía de los que sí saben. Siendo unos niños, no se nos podía invitar a resolver los delicados asuntos de la república: La cosa pública, ¡y menos aún dejarla en nuestras manos!
Éramos el problema y no la solución, pero había que contar con nosotros, desafortunadamente para ellos. Contar con los pueblos originarios y los barrios, con los villorrios que se tuestan al sol mientras agonizan calladamente a la orilla de las carreteras; con las comunidades marginadas de las sierras y con los polígonos de pobreza.
Y para mantener las cosas bajo control, se vieron obligados a simular todo.
Pusieron ante nuestros ojos organismos autónomos integrados y presididos al contentillo de la mafia del poder, como el INE, destacadamente. Vistieron con solemne toga de astracán a los magistrados que son al mismo tiempo una burla y una ofensa para la justicia. Voltearon de cabeza las leyes para que su despojo y el de sus invitados foráneos cupieran sanamente dentro de los códigos.
Con Krause y Aguilar Camín al comando, corrompieron a toda una generación de intelectuales que ya nunca ofrecerán la obra que quizá pudieron escribir. Nadie en el cuerpo de la intelligentsia nacional, ninguno de sus integrantes, tuvo la claridad suficiente para vislumbrar el desastre moral, económico y social al que sometían al país la corrupción y el neoliberalismo. O no se animaron a verlo.
“País de mentiras”, le llamó Sara Sefchovich en su libro. “El país problema”, lo calificó el caricaturista Abel Quezada. Fuera de eso y poco más, los intelectuales aplaudían a rabiar. Y para eso, de nada sirven sus posgrados en el extranjero si no perciben lo que sucede frente a sus narices.
Pactos por México pagados a diputados panistas, huachicoleros de cuello blanco, monstruosas condonaciones de impuestos a los que más tienen, organismos fachada para simular la lucha contra la corrupción, personajes vinculados a gobiernos neoliberales presentándose con ropaje de luchadores contra la corrupción, empresarios dispuestos a chasquearles los dedos a los partidos.
Se temía que empresarios, académicos y periodistas tuvieran algo de cínicos y sinvergüenzas, pero sus acciones le demostraron al país que las sospechas se habían quedado cortas.
¿Y la prensa? Bueno, es verdad que ésta nunca ha gozado de demasiado crédito entre la población, pero ahora es poco menos que agua de borrajas y sus golpes tienen apenas la contundencia de un golpe con un periódico mojado.
Ventiladas sus mentiras en las conferencias mañaneras y expuestas sus miserias en las redes sociales todos los días, se estrecha su margen de maniobra hasta hacerse casi nulo. ¿O cuánta y cuál es la influencia de López Dóriga, Aristegui, Uresti, etcétera, fuera de su círculo de aplaudidores? Ésta: Entre nula y escasa.
Universidades que rechazaban multitudes de aspirantes, institutos de investigación que estructuraban magníficos negocios y ninguna patente, organismos de promoción turística en el extranjero que eran una beca disimulada. Negocios de cuates, parientes, amigos, allegados, compadres, conocidos.
Como el neoliberalismo no era un sistema que pudiera durar para siempre, llegó la 4T y mandó parar la simulación, el saqueo, las mentiras y, sobre todo, la corrupción, porque a escondidas de los dueños del país la sociedad mexicana había dejado de ser un niñote tonto de pantalones cortos y requería que se le hablara con la verdad para no perecer asfixiada entre la farsa levantada diariamente por los beneficiarios del sistema.
Será difícil regresar a los hábitos anteriores porque se ha instalado en la sociedad una nueva forma de ser. No quiere decir que se erradicó la corrupción y no volverá más, ni que ya no habrá pobreza y que mañana habremos de entrar al paraíso. Que se les acabó el teatro fantástico, eso sí que es verdad.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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