Esta semana destacó la manifestación que cientos de jóvenes realizaron en una de las zonas más exclusivas de la Ciudad de México: Roma, Condesa, Polanco. Su principal demanda fue combatir la gentrificación, una situación compleja y peligrosa, pero también difícil de atender.
Si bien, en su mayoría, este problema es provocado por el asentamiento de extranjeros en estas zonas, quienes aprovechan principalmente las facilidades del home office, no son ellos los únicos responsables.
La gentrificación comienza cuando personas con alto poder adquisitivo rentan o compran propiedades en determinada zona. Esto provoca la llegada de nuevos comercios, el aumento en el valor de los servicios y el encarecimiento de las rentas. Esta situación genera que quienes vivían ahí ya no puedan pagar las rentas o, si eran propietarios, no tengan recursos para cubrir los servicios. Así, miles de familias que habían crecido en esos barrios se ven obligadas a abandonarlos.
Con el éxodo de los habitantes nativos, las costumbres desaparecen, el arraigo se pierde y comienza una crisis de vivienda, porque, a su vez, los desplazados buscan refugio en zonas más accesibles, replicando el fenómeno.
Pero ese no es el único problema. También la pérdida de derechos para las y los jóvenes durante los gobiernos prianistas ha generado este descontento. La nula posibilidad de acceder a una vivienda propia, de obtener trabajos permanentes, de aspirar a una jubilación digna, sumado a los bajos salarios, ha dejado a generaciones enteras al margen de una vida estable.
Si bien el presidente Andrés Manuel López Obrador implementó acciones para contrarrestar esto y las políticas de la Cuarta Transformación han reducido en parte la desigualdad social, aún falta mucho por hacer.
La propuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum y de la jefa de Gobierno Clara Brugada sobre el acceso a la vivienda es de las más sólidas que existen actualmente. En la Ciudad de México, Brugada ha entregado viviendas en zonas céntricas gracias a que el INVI ya puede comprar terrenos y construir; sin embargo, para revertir décadas de desigualdad podría tomar hasta 20 años.
Es urgente establecer límites a las plataformas digitales que rentan propiedades en moneda extranjera, implementar topes a las rentas y, principalmente, regular el estatus migratorio de las personas que viven en estas zonas sin tener en regla su situación legal.
Se entiende que migrar es un derecho; no obstante, cuando la migración es desmedida y sin control, se convierte en un problema para quienes ya vivían ahí.
La ciudad no puede seguir funcionando como un escaparate para el turismo de privilegio mientras expulsa a quienes la construyeron con su trabajo cotidiano. No se trata de rechazar al visitante, sino de proteger al habitante.
La gentrificación no solo encarece el suelo: encarece la vida. Mata la memoria de los barrios y la sustituye por cafés de especialidad y departamentos de lujo en renta por noche. Destruye la idea de comunidad para dejar solo la fachada de una postal.
Tal vez lo que urge no es solo una nueva política de vivienda, sino una nueva ética de ciudad. Una donde vivir no sea un lujo, sino un derecho. Una ciudad donde no importe de dónde vienes, sino que a nadie más tengas que desplazar para poder llegar.

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