La historia no se repite, pero rima. La actual escalada bélica entre Irán e Israel va más allá de ser solo una disputa regional; es el inicio de un conflicto que podría arrastrar a las potencias globales hacia una guerra con consecuencias impredecibles. Aunque la tensión entre estos dos países se ha acumulado durante décadas, el momento que vivimos ahora marca un verdadero punto de quiebre. Nunca antes se habían cruzado las líneas rojas de manera tan abierta.
Desde el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó un ataque sin precedentes contra Israel, la región ha caído en una espiral de violencia que se vuelve cada vez más difícil de controlar. La respuesta de Israel en Gaza fue devastadora, con miles de civiles muertos, y el conflicto se ha extendido hacia el sur del Líbano, Siria, Irak y Yemen. A lo largo de estos meses, Irán ha estado operando en las sombras a través de sus grupos aliados —lo que se conoce como el “Eje de la Resistencia”—, pero las reglas no escritas de la guerra indirecta han comenzado a desdibujarse. El ataque directo con misiles y drones iraníes contra territorio israelí, junto con la respuesta israelí bombardeando objetivos en Isfahán, marcan un nuevo paradigma: el paso de la guerra por delegación a una confrontación directa.
Este no es únicamente un conflicto en el que se enfrentan dos naciones. La guerra Irán-Israel encapsula una pugna más lejana: la pugna que enfrentan dos visiones geopolíticas del orden de la región. Para Irán, la hegemonía israelí en Oriente Medio – avalada y financiada por Washington – supone una ofensa a su soberanía, además de una amenaza a su influencia. Para Israel, la presencia militar que tiene Irán en sus fronteras – unida a su programa nuclear – representa una amenaza existencial.
Pero lo que realmente hace peligroso este escenario es la inevitable internacionalización del conflicto. Estados Unidos no puede – ni quiere – mantenerse al margen y ha aumentado su presencia militar en la región. Rusia, por su parte, si bien está distrida por la guerra en Ucrania, sigue con interés cómo se desestabiliza otro frente en el que puede debilitar el poder occidental. China, que ha apostado por una diplomacia económica en Oriente Medio, ve tambalear sus inversiones estratégicas si la región estalla del todo.
Nos encontramos, por lo tanto, ante una guerra que podría cambiar el orden mundial. No porque lo quiera Irán o Israel, sino porque los hilos de las alianzas, los intereses energéticos, los nacionalismos religiosos y las luchas de poder ya no pueden ser mantenidos al margen. En este sentido, cualquier error de cálculo puede derivar en un gran incendio. Un ataque desproporcionado sobre instalaciones nucleares. Una intervención masiva de EEUU. Un gesto intempestivo de Hezbollah. El margen de maniobra disminuye año tras año.
La comunidad internacional ha demostrado, por otra parte, una pasividad cómplice. Occidente, con su doble rasero, es capaz de tolerar crímenes de guerra si son producto de su aliado, y publica los de su adversario a una escala de atrocidad; y los organismos multilaterales están, por el contrario, atascados en vetos y luchas de poder. La única salida posible es la diplomática, pero implica algo que hoy en día escasea: voluntad política, empatía humana y visión estratégica.
El conflicto entre Irán e Israel no es solo el drama de los dos pueblos presos de sus gobiernos y de su historia sino que es el espejo de ese mundo que sigue pensando que se puede resolver el conflicto sólo con fuego. Y si no logramos apagar a tiempo este fuego, puede ser que pronto todos nosotros estemos respirando el humo.

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