Apenas se planteó que el pueblo podría elegir a jueces y ministros por voto popular, la élite puso el grito en el cielo. Decían que se acabaría la democracia, que habrá autoritarismo, “la gente no sabe”. Pero lo que realmente les espanta no es la reforma en sí, sino la posibilidad de perder el control del aparato judicial que siempre ha sido su trinchera.
Tras la retórica de la defensa de la República, también se esconde el miedo al cambio. No temen un ámbito judicial que pueda llegar a ser peor; sí temen uno que puede no ser ya el suyo. Porque, en efecto, durante más de una década el Poder Judicial fue su refugio; donde se cobijan, donde aquí frenan reformas populares, donde aquí se disfrazan de legalidad todos sus privilegios.
Impunidad es la palabra que mejor define al viejo Poder Judicial. Ministros que liberan a criminales de cuello blanco, jueces que bloquean derechos laborales, magistrados que protegen a empresarios y políticos corruptos. ¿Y ahora resulta que les indigna que la gente quiera elegirlos? No es indignación democrática, es puro clasismo con toga.
Tantos años proclamando que la justicia debe estar “alejada de la política”, pero es un “alejada del pueblo” lo que realmente reclaman. No quieren que una trabajadora decida sobre un juez, pero sí que un juez decida sobre su salario, su sindicato o su pensión. Quieren justicia técnica, sí, pero solamente cuando les interesa. Esa doble moral ha quedado evidenciada desde el momento del anuncio de la reforma. Dicen que el pueblo no tiene formación, pero callan de frente a un ministro que cobra más que el presidente. Hablan de independencia, pero no mencionan los vínculos con despachos de abogados privados, empresas, o partidos de la derecha. Lo que les duele es perder poder.
Antes elegían a dedo. Hoy podrían ser electos por el voto. Esa es la gran diferencia. Y no es menor: significa que los jueces le deben su cargo al pueblo, no a la cúpula. Significa que la justicia se construye desde abajo, con legitimidad, y no desde los pactos de arriba.
Ellos lo disfrazan de preocupación por la técnica, por la razón, por la República; pero el verdadero miedo es que los que esta vez están por debajo dejen de acatar sentencias que no les representan y dicten las normas de la competición. Ojalá se entienda bien: esto no va de populismo, va de justicia. Va de romper con la herencia de un Poder Judicial que siempre ha sido un poder de los poderosos. Y si el pueblo decide cambiarlo, en todo caso no será un paso atrás en el proceso democrático, será por fin el comienzo de la auténtica justicia popular.

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