«En el 2000 Marta es una lombriz», cantaba Natalia Lafourcade en todas las radios de la Ciudad de México. En aquel año yo tenía apenas 16. Fui un niño de periferia que creció en una familia de clase media baja. Aunque mi hermano y una de mis hermanas estaban politizados gracias a La Jornada y a los círculos sociales de sus respectivas escuelas, en general mi entorno funcionaba dentro de la normalidad, o sea; el dominio de las masas por parte de la cultura televisiva. En ocasiones anteriores, los medios corporativos no habían hecho grandes esfuerzos porque la gente se interesara por la política. De hecho, se cumplía con la ley entonces vigente al condensar propuestas y entrevistas de los diferentes actores políticos en un espacio televisivo llamado Partidos Políticos, que convenientemente se transmitía en el canal 5 de Televisa a las 6:00 pm de lunes a viernes, antes de que comenzara El show de Tommy y Jerry. Evidentemente se trataba de un plan con maña y no interesaba si dicha producción lograba tener algo de rating.
Una combinación entre la incipiente recuperación económica tras la crisis de la década pasada y el abaratamiento de costos permitió que la televisión por cable fuera más accesible para muchas familias de la periferia, cuyos hijos que cursaron la universidad en los 90 ya comenzaban a traer dinero a la casa materna, sin prisa por independizarse. Así pues, muchos niños pudimos crecer viendo contenidos de Cartoon Network o Nickelodeon. Eso empezaba también a romper la hegemonía de Televisa en el segmento de la televisión infantil, pues en los canales de paga no nos recetaban un programa sobre Rincón Gallardo o el “jefe” Diego en medio de nuestras caricaturas favoritas. Igualmente, por los mismos factores, había cada vez más computadoras personales en los hogares, por lo que algunos comenzábamos a descubrir las bondades de la llamada ‘red de redes’. Comenzábamos a bajar música con Napster, a chatear con amigos por MSN Messenger, a bajar juegos y emuladores, así como también libros gratuitos en formato de Word.
Muchos niños fuimos presas del marketing invasivo de marcas como Nike y Pepsi que explotaba la pléyade de virtuosos que militaban en las mejores ligas de fútbol europeas. Tal vez ya no queríamos ser futbolistas, pero sí salíamos a la calle con nuestros flamantes tenis de fútbol con suela de goma comprados en el tianguis para tratar de imitar las proezas de aquellos cracks extranjeros y de alguno que otro mexicano a quienes Televisa y TV Azteca mantenían a flote. Sonaban en la radio éxitos absurdos de Maná, Tam Tam Go, Café Tacuba, Ricky Martin y demás productos cutres que la industria cultural elevaba a rango divino y nos obligaba a escuchar en mercados, taquerías, y en la radio de casa mientras las hermanas hacían su quehacer.
Cuando yo hacía el mío seguía poniendo a los Beatles. Con ellos sobreviví a la secundaria sin escuchar a Molotov. Dos años más tarde, las descargas gratuitas de música pirata me permitieron descubrir a Bob Dylan.
Como lo dije antes, mucho de lo que se hablaba, se pensaba y con lo que se soñaba, tenía que ver con la televisión. Jóvenes y adultos estaban totalmente dominados por las infames producciones de Televisa como Big Brother y Otro Rollo. Aunque el fútbol, los noticiarios y telenovelas mantenían la hegemonía de siempre, fueron estos programas los que marcaron la identidad de esa generación, con una falsa noción de irreverencia y libertad, que se vio reflejada en la concesión que Gobernación, censor del contenido televisivo, tuvo que hacer ante la normalización de la palabra güey, que de tanto que aparecía, removió la penalización de multa ante cada vez que dicha palabra fuera pronunciada. En Big Brother, el reality show de recomendados, se aprovecharon los huecos de la ley electoral de entonces, que se distinguía por ser un queso gruyere, para insertar menciones a favor de la campaña de Vicente Fox. Igualmente, Adal Ramones en Otro Rollo entrevistó de manera sumamente tersa al ahora vergonzoso expresidente, así como a Francisco Labastida, su contendiente del PRI. Cuauhtémoc Cárdenas no se prestó al circo. El tiempo le daría la razón, pues Ramones poco a poco fue dejando ver que si tenía una ideología política, ésta no era de izquierda, ni tampoco lo fue nunca la de aquel show, que aunque decían que era desenfadado, apolítico y “para chavos”, nunca desaprovechó la oportunidad de marcar tendencia con sus hasta 6.5 millones de personas de audiencia en sus mejores cotas de rating.
El mensaje de la industria cultural siempre tendía a disuadir a las masas de politizarse, pues creaban intencionalmente la percepción de que se trataba de un ámbito turbio, soso y complicado donde los resultados y las ideologías no importan, donde todos son corruptos y no hay a quién irle. Sin embargo, eso cambió en el año 2000, pues de repente salían hasta en la sopa menciones del candidato del PAN, y de repente se hablaba con toda claridad de 70 años de corrupción del PRI y se hablaba del “cambio”. Debo confesar que fue entonces cuando empecé a consumir contenidos de política, simplemente como parte de la masa que entonces recibió y acató la orden de politizarse bajo los parámetros dictados por Televisa para allanarle el camino a Vicente Fox.
Aún faltaban dos años para que yo pudiera votar. Y aunque ahora sabemos que Fox fue simplemente el peor presidente de la historia de México por muchos motivos, el abrir la puerta a la politización, aunque fuera de manera incipiente, sirvió para un nuevo despertar después del letargo que siguió al fraude del 88, pues en el entonces Distrito Federal muchas personas que votaron por Fox también eligieron a Andrés Manuel López Obrador como jefe de gobierno, lo que inició el camino hacia la actual Cuarta Transformación, aunque también dio pauta a la creación de un nuevo enemigo público número uno por parte de la industria televisiva mexicana bajo órdenes de la oligarquía. Jamás debía llegar al poder.
Este ataque de nostalgia no es repentino. La verdad es que se lo debo completamente a Xóchitl Gálvez. Sus groserías, sus bailes y actitudes infantiles, así como sus muestras de ignorancia, como preguntar murmurando a la gente de su equipo: «¿qué son poderes fácticos?». Todo ello recuerda a Fox y a Televisa queriendo vendérnoslo como la genuina esperanza de cambio y la solución a todos los problemas. Me vuelvo a sentir en el 2000 viendo a Xóchitl, pero han pasado por mí muchos libros, muchos discos, aunque también muchos tenis de fútbol y muchos partidos disputados.
Evidentemente no somos los mismos que hace 24 años. Hemos madurado en muchos aspectos, nos hemos politizado, el hablar con datos reales sobre la corrupción del antiguo régimen es cada vez más común en la cotidianidad; con la familia o en el trabajo. La industria cultural ahora decadente ya no pudo mantener la estúpida máxima de que hablar de política y religión era incorrecto.
Pero ese cambio que hemos experimentado como sociedad no lo entienden los oligarcas ignorantes que nos han subestimado desde dentro de su burbuja y nos ofrecieron un producto del año 2000 para consumir en esta elección de 2024. Me parece que justamente son 24 años de ventaja los que los llevamos; los que les lleva Claudia Sheinbaum. No será este texto ni el transcurso del resto de la campaña lo que los haga entender. Tal vez, ya en el recuento de los daños, descubrirán que su mayor error es haberse quedado congelados en el tiempo. Pero bueno, en fin. La transformación continúa y es saludable detenernos un poco a reflexionar por qué va esto tan bien. Seguimos adelante.
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