Hace algunos días, viajando en el metro de la Ciudad de México, en el vagón venían dos mujeres de mediana edad hablando en una lengua que mi corto bagaje no me permitió identificar, ya que en la carrera de lingüística solo tuve oportunidad de estudiar la lengua purépecha y por mi cuenta explorar someramente el náhuatl. Las mujeres en cuestión sonreían mientras alegremente conversaban con toda soltura y naturalidad. Cuando descendieron del vagón, dos amigos, hombres treintañeros conversaron al respecto:
«‒Hablan re cagado ¿verdad?
‒Sí, güey. Sepa la verga qué idioma era.
‒¿Cuál idioma, pendejo? Es dialecto.
‒Ah, perdón. Dialecto. Será el sereno, pero no se entendía ni madres.»
En otra ocasión, y como parte de las clases que imparto, en la presentación donde se exponen los orígenes del inglés y el español, sale igualmente mencionado el concepto de dialecto. Entonces pregunto a los alumnos qué es para ellos un dialecto. Las respuestas son curiosas y regularmente erradas. Una persona dijo que se trataba de un idioma que no tiene alfabeto. Otra persona dijo que es como los idiomas que se hablan en México y que no son el español, como el náhuatl o el maya. Otra persona dijo que es algo que está en vías de convertirse en idioma, pero sus elementos no le alcanzan y entonces se queda en dialecto. Aunque más elaborada, esta respuesta es igualmente errónea. Por cierto, las lenguas sin escritura se conocen como lenguas ágrafas, pero igualmente son lenguas o idiomas con toda una estructura gramatical, pero sin transcripción ortográfica, al menos por parte de sus hablantes nativos.
Evidentemente, se trata de un estigma social con el que cargan, sobre todo las lenguas originarias o indígenas de nuestro país, y en general de Latinoamérica, donde se impusieron las lenguas europeas en detrimento de las que ya se hablaban aquí, las cuales se asociaron con la imagen de primitivismo que el discurso hegemónico ha afianzado para caracterizar a quienes sufrieron la conquista. Para ilustrar un poco y ponernos en situación, dialecto es un término de la lingüística, y se refiere básicamente a la variante de un mismo idioma que está determinada por la geografía, es decir; un dialecto del español es el que se pueda hablar en la ciudad de México y otro el de Yucatán. Este último está influido por la herencia del maya, donde se utiliza recurrentemente una consonante que no existe en el español y que se articula haciendo un cierre con el músculo de la glotis. Entonces, las variantes difieren en léxico y prosodia, o sea, en las palabras y en la entonación.
Existen otras subdivisiones que se hacen con base en otros criterios, pero que nos llevan a lo mismo: variantes del mismo idioma que difieren en léxico y prosodia. La propia ciudad de México, y en general los grandes centros urbanos son ejemplos de variantes del idioma que se dan entre las distintas clases sociales. Estas variantes se llaman sociolectos. De esta forma, un sociolecto será el que se hable en Tepito y otro el que se hable al sur de la ciudad, donde las posibilidades económicas son distintas y la versión del español se delinea en función de esto, con una gran presencia de anglicismos. Y también, incluso cada uno de nosotros tiene su propia variante de la lengua, con sus inflexiones, frases recurrentes y tono particular. A esto se le llama idiolecto.
El número de personas hablantes de una lengua originaria ha disminuido más del 50% en poco menos de un siglo. Según datos de la recientemente creada Universidad de las Lenguas Indígenas de México, en 1930 había 16 hablantes de lengua originaria entre cada 100 habitantes. Para 2020 este número se redujo dramáticamente a 6. Según el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), en México se hablan 68, aunque el número sube a 364 si se cuentan las variantes. Muchas de estas variantes presentan casos un poco dramáticos. En medio de la sierra de Oaxaca se llega a dar el caso de que cierta lengua o variante de la misma es hablada solamente por el abuelo y la nieta, porque en el contexto rural sigue habiendo cercanía entre generaciones tan dispares y la vejez no es motivo de rechazo. Así pues, cuando el abuelo muera, si la niña en cuestión crece con la noción de que aquella lengua originaria es un lastre para su desarrollo personal, no la practicará ni la compartirá, por lo que entonces, aunque existan registros, gramática y literatura al respecto, al no haber una comunidad donde esta lengua sea adquirida como materna, entonces, se considerará que está muerta.
La confusión de llamar dialecto a una lengua originaria viene muy probablemente de la difusión de la obra de Guillermo Bonfil Batalla, sobre todo de su libro llamado El México profundo, donde de manera un tanto descuidada llama a estas lenguas como indígenas y por otros momentos como dialectos. Y es que, en un intento por concientizar sobre la riqueza de los pueblos originarios, tal vez un poco de mala gana por tener al TLCAN como prioridad, en los sexenios de Salinas y Zedillo se difundía información sobre la importancia de nuestra riqueza cultural tomando como base a este y otros autores, pero manteniendo la confusión sobre el término.
«Y están aquí, en efecto. En las regiones indias se les puede reconocer por signos externos: las ropas que usan, el “dialecto” que hablan, la forma de sus chozas, sus fiestas y costumbres»
Guillermo Bonfil Batalla, El México profundo
En el fragmento anterior podemos observar que Bonfil Batalla ya entrecomillaba la palabra dilecto, probablemente haciendo alusión a la confusión que generaba. Sin embargo, no hay como tal otro pasaje en el libro que aclare dicha confusión. Así, en el imaginario popular se ha afianzado la idea de que nuestros pueblos originarios no hablan idiomas, sino dialectos, lo cual tiene la peyorativa connotación de que aquello que hablan es “inferior” al español y en general a las lenguas europeas, y que, de alguna forma que no alcanzan a dilucidar, no cumplen con las condiciones necesarias para ser consideradas idiomas. Aparte de ser algo totalmente equivocado, me parece que es un eco de lo que se pensaba de los antiguos pobladores que fueron conquistados, ya que de ellos igualmente se pensaba que no cumplían las condiciones para ser considerados humanos.
Cada lengua trae consigo una cosmogonía completa, una manera de entender el mundo y de describir, muchas veces con una poesía que toma como base los elementos de la naturaleza, cuál es el origen del universo e incluso su destino. Las lenguas mueren en México porque los propios hablantes rechazan utilizarlas, víctimas de la colonización mental y haciendo suya la idea de que ser hablantes de un “dialecto” los hace inferiores o lastra su desarrollo social. Todos los secretos y maravillas que las lenguas originarias entrañan se desvanecen para siempre cuando dejan de surcar el aire en voz de los hablantes.
Y como lo he dicho en otras entregas de esta serie de artículos, no hay lenguas ni malas ni buenas; ninguna es superior a otra y todo se puede decir en todas. No existe tal cosa como un organismo internacional que determine la estética de las lenguas o si una u otra reúnen los requisitos para acceder al prestigioso estatus de lengua, pues esto sería un completo acto arbitrario de fascismo que estaría menoscabando la soberanía y los derechos de los hablantes. Y como también lo he dicho en otras ocasiones, si esto fuera posible, quienes tenemos por lengua materna una con “menor prestigio”, simplemente ya nos fregamos. En la lengua, como en todos los órdenes de la existencia, deben imperar el respeto mutuo y la democracia. Y si hay cosas que ignoramos, actualmente tenemos computadoras de bolsillo listas para resolver nuestras dudas. Debemos seguir dando pasos firmes hacia la descolonización.
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