En un contexto de país en vías de desarrollo, la elección de carrera suele decantarse hacia aquellas que otorgan dividendos a menor plazo, por lo que las ciencias sociales suelen ser más la primera opción para estudiantes procedentes de familias con menos apreturas económicas. De manera que, como alumnos de la periferia, mi amigo David Flores y yo nos insertábamos en un mundo con el que realmente no éramos muy compatibles. Estando en la carrera de lingüística, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, al sur de la ciudad de México, atestiguamos lo fácil que es adoptar una forma de hablar atractiva y propia del entorno solo para encajar socialmente. David provenía de una preparatoria oficial en entorno suburbano y yo de una vocacional que igualmente estaba poblada en su mayoría por jóvenes de clase media baja.
Nosotros, jóvenes avecindados en la periferia y de padres provincianos, crecimos con ciertas normas sociales claras, como la de reservar las groserías para entornos exclusivamente informales, incluso, poco acostumbrados a grupos de amigos mixtos (más en mi caso, pues me formé como técnico en construcción, donde la mayoría éramos varones), no utilizar lenguaje altisonante en presencia de mujeres. Tampoco decíamos groserías dentro de casa, y menos en la mesa. El contraste fue grande al encontrarnos con que, dentro de ese campus, lo más común era disertar sobre temas propios de las disciplinas antropológicas con una cierta entonación muy particular e intercalando términos especializados con palabras altisonantes; algunas de ellas bastante procaces. Nos encontrábamos con participaciones en clase tan peculiares como ésta:
«Güey, es que, no mames. Esa puta teoría de la complejidad está de la chingada entenderla, sobre todo por la cuestión de los pinches atractores y el putamadral de variables entre uno y otro».
Como dije antes, nosotros siempre fuimos reticentes a emplear este lenguaje, pues no lo considerábamos necesario. Lo que veía entonces y casi puedo constatar, es que quienes se mueven con toda soltura en ámbitos laborales o académicos que revisten un cierto prestigio social, no tienen las ataduras de ese recato casi reverencial que se impone en estratos más bajos de la sociedad. Además, el uso de la grosería, como en éste y otros contextos, no pasa por una cuestión de agresión, sino por un afán de aderezar el lenguaje con elementos festivos, pues, finalmente, hay quienes dicen groserías cuando están muy enojados, pero también hay quienes las dicen cuando están muy felices y en confianza.
Volviendo a nuestro caso, y ya estando en otros ámbitos de convivencia, como el campo de fútbol, por ejemplo, y alejados totalmente del ámbito académico o laboral, la cosa cambia, porque es ahí donde podemos con toda soltura hablar las groserías que se nos antojan y hacer incluso florituras para las cuales, quienes solo ostentan la estridencia más básica, simplemente no están capacitados. El regaño que uno recibe cuando no jugó muy bien, sin dejar de tener una carga punitiva, no deja de traer un cierto dejo lúdico:
«Al chile, mijo, hoy no te puedes quejar. Te puse pinche mil chingocientos pases y no anotaste ni pito. Ya sé que todo el equipo jugó del huevo, pero tu única puta función es meterla. Ah, pero no tuviera pelos ¿verdad, cabrón?».
Ahora bien, y esto es meramente subjetivo, resulta un poco bochornoso atestiguar escenas donde un interlocutor sistemáticamente utiliza groserías y el otro las evita, pero finalmente se trata de acuerdos tácitos que se dan en distintas situaciones de habla. Igualmente, la variante dialectal cuenta mucho, es decir; la versión del mismo idioma que cambia con respecto a la región, puesto que hay lugares que tienen fama de que su población es más proclive al uso de palabras altisonantes en distintos contextos, como el célebre poblado de Alvarado, Veracruz, donde algo como: «¡Cabrón, huevón, juetuputamadre!» constituye simplemente un saludo cordial.
Si extrapolamos este tema al ámbito de la política, desde las trincheras de la derecha parece considerarse que aquellos que códigos instaban a utilizar un lenguaje más refinado en el ámbito de la esfera pública, deben romperse en aras de buscar la cercanía y la frescura, supuestamente para llegar a un público más amplio. Ya atestiguamos cómo en 2021 se publicó en el Reforma el tristemente célebre artículo llamado «¡Vas, carnal!», donde a ciegas y sin atinar un solo tropo del habla coloquial de la ciudad de México, como pretendía, Eduardo Caccia (quien para la ocasión se autonombró de manera desafortunada como ‘el Cachas’) quiso apelar a las clases populares nadando en un mar de pena ajena, solo para pedirles el voto en favor del conservadurismo. «¿Te digo lo más cabrón? El Presidente ha espantado el dinero de México. Tenemos menos empresas y menos chamba», sesudamente escribía Caccia, en cuya pretenciosa semblanza (https://acortar.link/DGFG7B) se le caracteriza de la siguiente manera: «Eduardo Caccia quería ser arqueólogo pero la vida lo puso en otra dirección, la investigación antropológica de consumores (sic)». Y pues, desde el balcón del privilegio, pero con un ejemplar del Simón Simonazo en la mano como única referencia, no se puede apelar al voto popular de una forma tan burda sin que esto parezca un acto de desprecio. Por cierto, qué miedo. Me salvé de tener por compañero a Caccia en la ENAH.
La clase oligárquica mexicana, el actual bloque opositor, proviene de la tradición del espectáculo de masas kitsch y la televisión basura, donde cada vez se relajaba más el lenguaje desde hace ya dos décadas. Me parece que el primer antecedente lo constituye cómo la palabra ‘güey’ se legitimó en las pantallas de Televisa cuando no pudieron evitar que Adal Ramones la utilizara sistemáticamente en Otro Rollo, desde finales de los 90, por lo que se le dejó de censurar con un bip. Con Claudio X. González moviendo los hilos, aquel que llamó «pinches delincuentes» a los docentes, se abanderó como candidata del movimiento a una persona que empleaba muchas groserías a manera de muletillas, y utilizaron esta característica para venderla como campechana, valiente, disruptiva y cercana al pueblo, que fueron algunas de las loas que recibió por parte de distintos voceros mediáticos de la oligarquía.
«Puta, no mames, soy cabrona y media. En México somos unos chingones» es la forma burda en la que Xóchitl Gálvez pretende atraer a un electorado al que considera susceptible de seguir a quien le sepa llegar con un lenguaje novedoso como: chicanada, machuchón, señoritingo, chayoteros, cochupo, etc. Sin embargo, lo que gente como Gálvez, X. González o Caccia no logran entender, es que el lenguaje de Andrés Manuel López Obrador no es simplemente un alarde de coloquialidad cosmético o lúdico, sino que forma parte de un campo semántico de la lucha de clases y de visibilizar la corrupción que por tanto tiempo imperó en México. Las conferencias mañaneras han sido una inducción a la realidad del país con un lenguaje accesible que no insulta la inteligencia de la población ni tampoco tiene que rebajarse a ser procaz. Sin embargo, la cortedad de entendimiento, la falta de genuino bagaje popular y el profundo desprecio hacia los estratos bajos, hacen que esto no sea entendido, pero que, sin embargo, quiera ser contrarrestado con intentos penosos de empatizar a través de fallidas estrategias de marketing.
No se puede decretar de una manera concluyente que las groserías cumplan una función concreta, porque todo depende del contexto y de los interlocutores. En este momento particular, la derecha las considera palabras mágicas que les allanarán el camino hacia el triunfo electoral, pero obviamente esto resulta muy ingenuo. Las palabras, como en las matemáticas, tienen un valor relativo y no absoluto. Nadie es dueño de la lengua, nadie puede erigirse en corrector o guardián, porque se trata de un mar bello, pero inabarcable y traicionero, que nos puede maravillar y que podemos utilizar como recurso para distintos fines, pero que, finalmente, es más grande y más longevo que nosotros. Es muy divertido ver cómo la derecha simplemente no lo entiende.
En próximas entregas seguiré abundando en estos temas que resultan complejos, pero que sin duda deben analizarse.
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